Los descendientes (Alexander Payne, 2011)

Las películas de Alexander Payne están provistas de hermosos destellos de genio y de un conmovedor humanismo, pero lo más destacable en su manera de hacer cine no son las virtudes más evidentes que desprenden sus filmes, sino lo que permanece invisible: el hablar de una manera trascendente y apasionada sobre historias cotidianas, historias tan sencillas que probablemente no tendrían ningún sabor en manos de cualquier otro autor.

Dentro de los necesarios límites que impone lo sencillo, el material que trata Los descendientes es con seguridad el de mayor peso en la filmografía de Payne, un drama de altura en un contexto paradisíaco como Hawaii. Cuando la esposa del personaje principal sufre un accidente mientras navega y queda en coma, el relato hace que se desmorone toda una realidad que no hemos podido conocer. Se nos presenta justo cuando ha comenzado su desintegración. Matt King (George Clooney) trata de recuperar la relación con sus dos hijas, a las que nunca ha sabido tratar del todo, para enfrentar una situación que no dejará nunca de sobrepasarle.

Qué importante resulta para la película ese prólogo en el que se nos ofrece el rostro de una mujer que no aparecerá durante el relato, pero cuyo accidente genera todas las emociones de los personajes y sus posteriores decisiones. Una mujer a la que conocemos cuando ya no puede hablar por sí misma. Qué sentía o qué pensaba son poderosas preguntas que no dejan de formularse mientras la trama avanza inexorable a través de una fantástica adaptación literaria firmada por el propio realizador.

Alexander Payne vuelve a revelarse como uno de los mejores guionistas del cine contemporáneo, en tanto que conoce bien qué elementos corresponden a una novela y cuáles corresponden al medio cinematográfico, y cómo traspasar el texto de uno a otro conservando la identidad de aquello que quiere contar. Uno de sus recursos preferidos es la voz en off, aquí aprovechada y utilizada con la sabiduría de quien sabe que esta sólo puede aparecer en momentos concretos.

Las habilidades de Payne, tan abundantes como superficialmente imperceptibles, confluyen juntas en una inevitable certeza que rodea la película, y no es otra que la capacidad para revestir de un humor continuo y nada forzado una historia que parece imposible que no caiga en el más desolador de los dramas. ¿Risa continua desembocando en resoluciones que empujan a la lágrima? Parece una fórmula propia del melodrama más tramposo, la fórmula perfecta para que el espectador viva su soñada montaña rusa de emociones, pero lo cierto es que no ocurre de ese modo, sino mucho más allá. Los descendientes suaviza la dureza de lo que cuenta a través de la sonrisa que produce la complicidad con un mundo cotidiano filmado de la manera más conmovedora posible.

George Clooney se ve en la encrucijada de interpretar a un personaje pasivo, que se ve desbordado en todo momento, y cuyo aumento gradual de la dificultad de la situación no hace sino sobrepasarle aún más. No se trata de un personaje mal escrito, pues a Matt King le ha ocurrido una desgracia y le lleva tiempo reaccionar pero eso no implica que se vea empujado a enfrentarse con unas hijas para las que nunca ha tenido tiempo, a hacer las paces con unos problemas de pareja que ya no tienen solución posible o a gestionar la venta del último trozo de tierra virgen de Hawaii que le corresponde por herencia, rama argumental que da nombre a la película.

En un personaje complejo y lleno de humanidad, vulnerable y conmovedoramente cercano, Clooney hace su mejor trabajo, la mejor interpretación de su carrera. Una actuación basada en la contención y en relegar buena parte del protagonismo en el plano a otros personajes, encargado únicamente de asumir unas reacciones portentosamente escondidas. La sutileza de los gestos. Cuando Matt King alza su mirada por encima de un seto para escudriñar sus problemas, la capacidad gestual de Clooney se revela en todo su esplendor. Su enfado o su derrumbe emocional están presentes de una manera también asombrosa, pero se hacen presentes en el momento adecuado. El matrimonio perfecto entre dirección y actor da lugar al milagro en la pantalla, el milagro de filmar a una persona real y no a un simple personaje.

Alexander Payne filma Los descendientes a su modo, de una manera que pareciera anodina y sin imaginación alguna, intercalados con momentos en los que las decisiones de planificación resultan magistrales. La realidad es que respeta de manera sagrada lo que ha escrito y filma con sencillez aquellas escenas en las que la historia evoluciona por sí misma pero, como escritor de imágenes, sabe bien que hay momentos que necesitan el impulso de lo visual para ser construidas del todo, y la película posee muchos de esos momentos.

La naturalidad de lo filmado frente a la maestría de los momentos importantes, también recubierta de engañosa sencillez, son las armas de un autor convencido de una filosofía de rodaje que otorga una cualidad irregular a sus imágenes. Belleza y simpleza, desorden continuo para conducir a los lugares más hermosos del guión. En ese sentido Los descendientes podría compararse con la manera de entender el cine de Jean Renoir, filmar la vida tal y como esta se presenta como única manera de recoger la auténtica verdad de aquello que se cuenta.

¿Que banda sonora ponerle a un relato como este? La decisión de incluir música hawaiana de autores importantes del archipiélago terminan de darle una identidad propia a la película. Qué importante es esto y qué poco parecen entenderlo muchos autores contemporáneos. Sin un espectro sonoro con identidad propia resulta prácticamente imposible concebir una película verdadera, una que respire el arte de lo auténtico. Los descendientes se arriesga, y mucho, al plegar sus imágenes junto a unos sonidos que disuelven el drama, que lo acercan aún más a un retrato de lo cotidiano, y en ese riesgo la película despega del todo, se convierte en una hermosa obra con voz propia.

Alexander Payne ha dado nuevamente a luz una película de tono menor, de apariencia displicente y de pretensiones muy alejadas de todas las conquistas que logra a partir de su sencillez y de la belleza que se esconde en lo cotidiano. Si la vida está llena de contradicciones, de momentos tan sublimes como ridículos, al filmar la vida debería ocurrir del mismo modo.