La historia del cine ha creado su propio itinerario de Nueva York a través de las imágenes de los grandes maestros. Con ellos el cine se volvió grande, al tiempo que aquella ciudad se convertía en un icono. Filmarla de nuevo es, por tanto, peligroso. Hace falta una personalidad muy fuerte como cineasta para que los nuevos planos no terminen absorbidos por la potencia de los que constituyeron el imaginario popular.
Por eso la pirueta de Julie Delpy tiene más que ver, como ha ocurrido a menudo en su filmografía, con el deseo de parecerse a esos grandes cineastas que ha admirado durante toda su carrera y también a aquellos con los que ha trabajado como actriz. Con el deseo de firmar un producto a mayor gloria de su ego como creadora (aquí no es sólo autora sino actriz, guionista y “compositora” de la música). La ahora directora parece creer que cuanto más se asemeje a sus influencias, más maduro será su discurso. El resultado es justo el contrario. Todo queda sugerido y apuntado, las ideas están sembradas sobre el tapiz pero no hay pulso firme que las guíe.
Cuando la familia (francesa) del personaje de la propia Delpy llega de visita a la ciudad se desata el caos entre ella y su pareja, un Chris Rock que se toma su papel y la propia película como si de un largo sketch se tratase, y convertido también en el punto de fuga sobre el que se apoya la cinta permitiéndole sus propios monólogos cuando su autora no sabe hacia dónde conducirla. Y ese es el discurso propuesto por Delpy, o al menos el que deja apuntado: no tanto el choque cultural como el encuentro entre la vida pasada y la rutina presente, que rompe la armonía y arroja dudas sobre nuestra propia identidad. Es decir, un discurso que parece hablar en términos generales pero que, en realidad, habla siempre del universo personal de la propia realizadora.
Pero la autora del filme, como aquel tipo de personas que goza de una idea por segundo pero que no es capaz de comprometerse con ninguna de ellas, convierte su película en un cajón de sastre en el que fluyen las ideas pero, sorprendentemente, la acumulación de ellas termina por generar un discurso inoperante. Ni las sonrisas que provocan algunos de sus gags ni los chistes convertidos en parte de los diálogos ayudan a ocultar el enorme abismo que separa a Delpy del auténtico poder comunicante. La actriz parece condenada a repetir su mejor experiencia en la pantalla, Antes del amanecer (Richard Linklater, 1995), tanto en sus intentos de revivir la película a partir de su propia autoría como a través de sus posteriores secuelas a nivel interpretativo.
No deja de llamar la atención que, en su afán por otorgar un sentido a sus inquietudes creativas, la directora eche mano de todos los géneros posibles para no conseguir hablar de ninguno finalmente. El ejercicio de inmadurez llega hasta la base misma de su guión: intentar hablar de todo lo posible para terminar no hablando de nada. La película está salpicada de posibles guiños autobiográficos que transparentan una vez más la inoperancia de lo que ocurre en pantalla, como si Delpy hubiese pintado un autorretrato pero lo expusiera ocultando el lienzo. De hecho su padre en la ficción lo es también en la realidad, y desde ahí nacen los momentos más “curiosos” de la cinta, de la acumulación de detalles y de los momentos de improvisación de los actores.
La película cierra su teatro del absurdo con una resolución que incluye moralina final y que viene a intentar justificar el desaguisado, pero su reflexión final en off tiene menos que ver con la comedia europea y más con la ficción televisiva americana. En su búsqueda de un espontáneo acto de creatividad, Julie Delpy se deja guiar por la acumulación de ideas primitivas antes de haber encontrado siquiera la manera de contar esas cosas, como si disfrazara un juego de niños de sublime cine de autor. Es el enésimo testimonio de cómo las tormentas de ideas no crean una película por arte de magia. Nueva York se termina tragando, literalmente, la película de la realizadora.