Un planeta solitario (Julia Loktev, 2011)

Partiendo de una mirada superficial hacia el envoltorio argumental de Un planeta solitario, pudiera parecer que la película ha hecho un interesante ejercicio de vaciarse de lo accesorio para contar la esencia de una relación de pareja. Bajo esa perspectiva, la película plantea el ejercicio de disección de la experiencia amorosa de dos prometidos que hacen un último viaje juntos antes de celebrar su boda.

Pero si uno trata de adentrarse en el significado de sus imágenes, respira en ella la intención de conectar con un cierto cine de autor sólo en su concepción estética, que le permita un resultado visual capaz de alejarla del nivel de sus verdaderas conquistas para acercarla al concepto estético de películas más ambiciosas. Estético, y también narrativo, pues Un planeta solitario utiliza, en buena parte de su metraje, largas escenas en silencio con las que acompañar la travesía de la pareja y su guía a través de las montañas.

En los tiempos muertos, el diálogo se revela imprescindible, la película cambia de registro. De modo que, posiblemente, no se trate tanto de una película que se narre en imágenes y que ofrezca un contrapunto en su diálogo, sino que los débiles pliegues de la propuesta revelan las fisuras de una película que necesita de esos diálogos para avanzar en su narración mientras su ideología estética navega por otros mares más por un deseo de exhibicionismo autoral que por una auténtica necesidad dramática. 

En ese sentido, el carácter juguetón del personaje interpretado por Hani Furstenberg puede compararse al de Julia Loktev tras la cámara. La inmadurez de las tribulaciones de la mujer encuentra su ideal pareja de baile en la impostura de esa puesta en escena, empeñada en demostrar en todo momento que está siendo mucho más profunda de lo que su relato es capaz de transmitir realmente. Una gramática grandilocuente para una historia y un desarrollo de discutibles proporciones.

La convivencia de los tres individuos en aquel paisaje solitario y aislado del mundo plantea el nacimiento de un particular universo que explora no pocas cuestiones sociológicas. La película despliega ahí sus mejores momentos, que deambulan escondidos entre los excesos de una fotografía paisajista y un pretencioso planteamiento visual que se viene abajo en cuanto se revela la vacuidad de su discurso. Un mal gesto, una acción que transcurre en un solo segundo, pondrá a prueba la fortaleza de la relación de pareja y provocará un nuevo giro para la película, que a partir de entonces indagará en la erosión que ha generado aquel momento entre los amantes.

Es entonces cuando aparece la impostura definitiva de Un planeta solitario, cuando la película pasa de la superficie del discurso silente a las trampas del cine-fórum y esa discutible manera de describir un arbitrario proceso de descubrimiento personal. Es posible que la ventaja del filme sea la de intentar colarse en los límites de un cine convencional, o abiertamente narrativo, que permita a la película llegar a un cierto tipo de público que no alcance a reconocer la impostura con la que la realizadora se aprovecha, abiertamente, de planteamientos estéticos que no le pertenecen ni a ella como narradora ni tampoco a su película.

Una última duda queda resonando en las hermosas imágenes de sus montañas. Si ese uso inmaduro de la gramática narrativa responde al deseo de imitar aquel cine que apasiona a la realizadora, o si Julia Loktev cree realmente que es la única en el mundo que lo conoce. En cualquier caso es demasiado tarde. Una película que quería reivindicar la generosidad del amor termina sumida en una egoísta muestra de poder autoral. El ego se ha convertido en el mayor pecado.