Desde que Judd Apatow realizase su anunciado salto desde la industria de la televisión al cine ha ido construyendo no sólo una sólida filmografía en torno a una cierta revisión de la comedia americana, sino también toda una constelación de productos de espíritu similar a través de su labor como productor.
Ese cine ha intentado liberarse de las trabas del pasado y de los clichés que el género ha acumulado en las últimas décadas hasta convertirse en infranqueables. Ha intentado concebir una comedia más próxima a su tiempo, y que lo grotesco, lo desagradable o lo políticamente incorrecto no formen parte del reclamo comercial como lo hace hoy la comedia adolescente, sino que estén presentes como manera de representar la vida cotidiana de un convulso presente.
A partir de la aparente utilización de ciertos estereotipos, Apatow pretende subvertir esos clichés para transformar la comedia en un drama disfrazado de película ligera. ¿Puede hablarse de ese éxito, profundidad escondido en aparente ligereza, cuando la película dura más de dos horas y diez minutos? Quizás sus conquistas no sean tan sutiles como pretenden venderse.
Lo cierto es que en esa exploración de los anhelos, las preocupaciones y las situaciones cotidianas de sus personajes, el realizador (y, por extensión, su imagen de marca) se ha ganado el corazón de aquellas personas próximas a la generación que describe el cineasta, aunque para cualquier otra franja de edad pueda resultar con seguridad tan inoperante como desagradable. ¿Puede hablarse de un gran autor cuando su película sólo conecta con una parte de la generación que se ve reflejada en el filme, que es el mismo motivo por el que se condena a productos dirigidos a otras generaciones? ¿O se trata simplemente del deseo reivindicativo de cierta crítica por ensalzar a un autor que, en el fondo, está más próximo al traje nuevo del rey que a las conquistas de lo real?
En el caso Apatow, da la impresión que suscribir la genialidad del autor otorga más valor a aquella persona que pretende haberlo descubierto que a sus propias películas. Conviene detenerse en la escena que protagonizan Jason Segel y Megan Fox para encontrar en ella un ejemplo de la peor comedia americana, esa que se ha establecido como norma en la última década. El problema aquí es que, a pesar de utilizar todos aquellos mecanismos, pretende venderse como una revisión de aquellas, incluso como una obra superior.
El trabajo de puesta en escena del realizador, más próximo aún a lo televisivo, es otra de sus grietas por las que penetra la auténtica verdad de la obra. El ejemplo más esclarecedor es la escena final de la carrera en bici a través de la ciudad. Planos cortos, puramente ilustrativos y sin verdadera capacidad descriptiva en torno a los sentimientos del personaje, que tienen que ser verbalizados constantemente.
Puede que aquellos que encuentran en este accidentado retrato de familia una obra sublime quieran ampararse en la supuesta radiografía que escenifica Apatow en torno a las críticas que entorna con respecto al audiovisual contemporáneo. No es difícil apreciar cómo esas mismas críticas han sido introducidas de manera impostada en el relato con el deseo de alejarse de aquel mismo objeto que critican, cuando en el fondo y en su forma su naturaleza no sólo es similar, sino que su devenir acaba siendo el mismo, por mucho que las intenciones sean diferentes.
El histrionismo de las interpretaciones y los excesos en las discusiones terminan por empañar algunos de sus logros, como una dilatación en las escenas que aproxima el relato a lo real, o la idea de que algo enriquecedor subyace bajo su impostada representación, pero que Apatow no es capaz nunca de hacer que traspire a través de sus imágenes. Hallar la naturaleza de un final feliz sin identidad, alejado del resto de la película, se presenta como momento fundamental para desentrañar el engaño. Lo que resulta finalmente es una obra con tantas limitaciones como aquellas películas de las que Si fuera fácil se intenta desmarcar.