Pequeñas mentiras sin importancia (Guillaume Canet, 2010)

Al recordar el cine de Frank Capra, entre otros, y compararlo con el cine del presente, uno piensa en cómo ha cambiado la manera de filmar el tiempo en el cine. Si bien el cine clásico era capaz de explicar una situación en apenas un breve inserto que duraba unos pocos segundos, el mismo acontecimiento en el cine contemporáneo sentirá la necesidad o la obligación de ser filmado por completo.

La capacidad de síntesis de aquel cine parece imposible de mantenerse en una época que, mientras filma, no sabe distinguir banalidad de lo realmente importante. Lo que antes duraba unos segundos, ahora dura un cuarto de hora.

Tenemos frente a nosotros, entonces, una comedia ligera que dura más de dos horas y media, centrada en torno a las vacaciones de un grupo de amigos que comienzan con el desafortunado accidente en moto de uno de ellos. Todo ocurrirá en la casa de verano. ¿Teatro filmado? Sólo hasta cierto punto. La acción que transcurre en el mar y sobre el agua es la excepción.

Es esta una película que bebe del modelo de Arnaud Desplechin, el genial cineasta  francés. Desplechin se ha convertido en una de las figuras más importantes del cine francés al abrazar una cautivadora filosofía, especialmente a partir de su película Un cuento de navidad. La posibilidad de que el cine sea capaz de contar la historia definitiva, de duración casi infinita, de infinitas ramificaciones, que abarque infinitos temas y se reinvente y comience de nuevo en cada escena. No hay mayor libertad creativa, pero tampoco mayor magnificencia insostenible. Queda construido en ella un edificio tan absurdo como abrumador, tan sublime como ridículo.

El comienzo, donde se muestra el accidente del personaje-vínculo para todos los demás, filmado en un solo plano, puede que esté entre lo mejor de lo narrado de toda la película. Y qué bien filmadas están también las escenas de ese verano idílico. Sus imágenes casi desprenden el olor del mar, el viento fresco de los lugares de vacaciones, alejados del mundanal ruido.

La elección de las lentes y cómo el filme aprovecha la luz natural ayuda a fotografiar un cielo limpio y celeste sin perder nunca de vista a sus actores. Puede que sea la mayor razón para encontrar en esta película el regocijo de lo visual que sólo producen las grandes obras.

Pero en esa magnificencia y, sobre todo, en su lúcida grandilocuencia, podremos encontrar algunas contradicciones que resulta importante desgranar y poner sobre la mesa, con la intención de desvelar que, en el fondo, la película está muy lejos de ser la gran epopeya coral que intenta construir y dejarse llevar por el entusiasmo de su primer visionado, que no es otra cosa que la inmediata trampa de lo puramente emocional.

Canet quiere hacer una obra sublime y atemporal, sin ser consciente de que no deja de ser una víctima de su tiempo, precisamente por esa cultura de la inmediatez, y por querer obtener el éxito a través de congraciarse con cierto pensamiento popular del momento que vive.

Si Desplechin iba más allá planteando la posibilidad de abarcar todas las edades del hombre, Canet evidencia su onanismo con un relato que sólo sabe recoger personajes que viven también el momento presente de su director. La película, por tanto, tendrá el poder para producir un fuerte impacto entre los espectadores frente a esa cierta época vital, indefensos ante el relato e inconscientes de las trampas que Pequeñas mentiras sin importancia pone bajo ellos, para construirse con eficacia y que ese impacto guiado sea más fuerte.

No estamos lejos, por tanto, de ese momento de inevitable inmadurez en que un público corea las canciones de un músico en un concierto, sólo porque cree que ha vivido lo que cuenta esa letra. Canet sería de esos artistas que dejan de cantar para que el público termine haciendo suya esa letra. O lo que es lo mismo, pretende que la existencia de un público que se identifique con alguna de las historias del filme ya sea suficiente como para considerar su película una obra maestra.

Será por tanto un material que produce un éxito inmediato pero efímero, basado en una cierta complicidad que encierra más trampas de lo que parece. Quiere hablar de la inmadurez de sus personajes sin poner nunca en tela de juicio la suya propia.

Película que quiere ser caótica, errática y evocar al flujo mismo de la vida como torrente narrativo imposible de canalizar, imposible de encerrar bajo estructuras, pero que luego quiere cerrar su relato con una moraleja fácil que frena, de golpe, todo su discurso.

Canet nunca superará a Desplechin, en tanto que mientras el segundo trataba de enunciar que tal vez sea posible un cine capaz de contar la historia definitiva, Canet parece querer decir que él es capaz de contarla, que el cine le estaba esperando como autor y que ya no podrá vivir sin su obra.

Un error propio de la vanidad de juventud. Dirigir, enfrentarse a la aventura de filmar, pero hacerlo con el pensamiento de que el director no es un narrador que utiliza el arte como arma, sino que se trata de un artista superior, con una privilegiada capacidad dogmática.

No importa que tenga razón o no, que sus moralinas sean efectivas o no. Concebir el cine de esa forma, aún sin ser consciente de ello, es un error absoluto que ensombrece todo lo filmado.

Que los personajes sean auténticos estereotipos, caricaturas esbozadas a partir de un solo rasgo que los defina, tampoco parece importar. Las enriquecedoras interpretaciones del reparto esconden esa simpleza entre la virtud de sus numerosos matices, pero no pueden ocultar que a Canet parezca importarle mucho más demostrar su capacidad para mantener tantos relatos a la vez en la narración que lo que pueda ocurrir en ellos.

¿Qué ocurre, por ejemplo, con esa declaración de un sentimiento amoroso de un hombre hacia otro, y la tensión que eso les genera en el seno del grupo de amigos? Amparándose en el concepto de la vida misma, con sus contradicciones y su carácter irresoluble, la película no llevará a ningún sitio los innumerables temas que va presentando.

¿Qué moraleja hay tras el personaje del eterno enamorado, que vive una absurda mentira interpretando a su antojo los mensajes telefónicos de su antigua pareja? ¿Qué está persiguiendo el filme cuando por fin este recupera a su amada? ¿Quizás era el único modo de incluir, simplemente, una secuencia romántica con edulcorado final feliz, y así congraciarse aún más con su público?

No hay peor fracaso para una película coral el que sus personajes no resulten interesantes. El ejemplo definitivo reside en el de Marion Cotillard, sobre quien confluyen mayor cantidad de historias paralelas con la intención de que sea ella y su intensidad interpretativa, superior a la del resto, quienes puedan acaparar más minutos en pantalla que el resto.

Sentimientos nobles y profundos, pero todos impostados. Quizás el mayor hallazgo y el menos artificial sea el encuentro de una simple frase. “La importancia de las palabras”, que acaban atrayendo todo aquello que uno menciona.

Pequeñas mentiras sin importancia es, en el fondo, una buena película, muy bien hecha, muy bien planificada, mejor interpretada, pero no es ni por asomo la película definitiva que pretende ser. Se trata de un acontecimiento efímero. Después de todo, tras sus dos horas y media, ¿seguiremos recordando alguna de sus escenas dentro de unas semanas?