Noé (Darren Aronofsky, 2014)

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Noé mira hacia los cielos esperando una respuesta directa, una señal divina que confirme los sueños que ha tenido en torno al fin del mundo. Pero no hay ninguna respuesta de entre las nubes, y de hecho nunca habrá nada que baje del cielo salvo la lluvia. Es la aproximación a la historia bíblica de un cineasta irrepetible, Darren Aronofsky, en cuyas películas brilla el choque entre la gravedad de lo físico, lo sensorial, frente al intenso tormento interior que viven sus protagonistas, aún más tumultuoso que las tormentas que tienen lugar en el exterior.

Para acercarse a la representación coherente de una época ancestral, la película se carga de especies animales ya extintas al tiempo que ilustra unas relaciones sociales marcadas por un acusado machismo. No es una película machista, sino que retrata un contexto machista, y conviene percibir la diferencia para no sufrir con el malentendido. La prueba es que, a la hora de la verdad, son las mujeres las que poseen esa sensibilidad única para entender lo que ha ocurrido y expresarlo en las palabras de un monólogo final que tiene mucho de declaración de intenciones.

Las ideas de Aronofsky son mucho más contundentes cuanto más se aproximan una planificación no narrativa. Los primeros veinte minutos de El luchador (2008), las secuencias oníricas de Cisne negro (2010) o, en fin, La fuente de la vida (2006) al completo, su mejor película en ese sentido. Momentos en los que la expresión de ideas a partir de lo visual se eleva muy por encima de las ambiciones argumentales de sus proyectos, ante los que pocos diálogos pueden competir.

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De hecho cuando los personajes de Noé dialogan entre ellos lo hacen para alejarnos de los auténticos mensajes del film bajo la pretensión de desarrollar los acontecimientos. Quizás Noé sería mejor película si evitase profundizar en las necesidades dramáticas de los personajes que rodean al protagonista, pues el deseo de acelerar el relato les condena al cliché y a adoptar decisiones que, por la ligereza y esquematismo de un trasfondo endeble, devienen en una cierta ridiculez además de desdibujar continuamente al personaje más importante del relato.

Es por eso que en Noé conviven dos películas: la de los momentos valientes, de sobrecogedora plasticidad, y la que se ve obligada a la síntesis criminal y a los derroteros convencionales. Una de ellas está muy por encima de la otra, convirtiendo el encuentro con el equilibrio en misión imposible. Y ese desequilibrio genera ciertas barreras por las que es incapaz de filtrarse la pasión que sí traspiran otros momentos.

El realizador, como hiciera en Requiem por un sueño (2000), vuelve a hacer un uso admirable de las imágenes proyectadas a gran velocidad para expresar que ciertos hechos sólo adquieren significado a través de una perspectiva mayor a la del ojo humano. Las eras pasan en un suspiro, los ríos atraviesan el mundo y los hombres cometen siempre los mismos errores, generación tras generación. Quizás sea atrevido afirmarlo viniendo de Aronofsky, un cineasta tan inconformista como apasionado, pero puede que en su deseo de concebir una película bíblica tan intensa como cercana haya hecho de Noé su película menos complaciente. 

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