Capitán América: El soldado de invierno (Anthony Russo, Joe Russo, 2014)

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Una de las grandes virtudes de Marvel en estos primeros años de vida como gestor de sus propias películas ha sido su innegable capacidad de adaptación. Mientras sus personajes principales no dejan de generar secuelas y productos derivados, los estudios escuchan a los consumidores y han reconducido el proyecto hacia los caminos que mejor han funcionado. O para entendernos mejor, si el modelo que más deleita a los fans es también el que más dinero cosecha, ¿por qué no adaptarse?

En ese sentido, el rotundo éxito de Los vengadores (Joss Whedon, 2012), taquillazo histórico al tiempo que arropada por cierto éxito crítico, invitaba a que sus hermanas menores se plegaran a su filosofía para encarar con igual éxito las secuelas de su llamada segunda fase: traspasar los conceptos que Whedon sembraba en su película para que El soldado de invierno, heredera directa de aquel film, continúe exhibiendo el mismo espíritu.

Libre de toda necesidad de relatar su origen, la película se sitúa ahora en la época presente, donde el Capitán América trata de adaptarse al mundo al tiempo que el mundo se adapta a él. La trama propone un conflicto en el seno de la organización defendida por el superhéroe que intenta acabar con él y lo convierte en fugitivo. El clásico “no confíes en nadie” tratado aquí como un argumento mucho más sofisticado de lo que demuestra ser finalmente.

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La película intenta poner pronto el foco de atención en las posibilidades de dos personajes secundarios que ganan protagonismo de manera progresiva. Es tanto una película del Capitán América como un film de la Viuda Negra o de Halcón, pues los creadores son conscientes de que el juego argumental con el superhéroe principal termina una vez ha quedado expuesta la inefable exhibición sobre sus inquebrantables valores morales.

El relato propone una combinación de ingredientes en los que la escena de acción pueda convivir con la historia de intrigas que maneja como telón de fondo. Quizá la mayor virtud heredada de la obra de Whedon sea el aprovechamiento de la acción o de los pequeños gags como manera de continuar desarrollando a sus personajes. Los diálogos inoperantes de entregas pasadas parecen dar paso, progresivamente, a un tono más fluido y desenfadado que beneficia a la película de manera notable, aunque todavía queda camino por recorrer en ese aspecto.

La desmedida duración de la película, como si se tratase de una epopeya hercúlea, revela sin embargo que pocas cosas han cambiado. La incapacidad de síntesis o la imposibilidad de huir de lo previsible son desde luego algunas de sus taras, pero lo más preocupante quizá sea la ausencia de todo rastro identitario. La citada Los vengadores es una película de Joss Whedon, pero ¿de quiénes son los otros filmes? Su carácter estandarizado invita a vincularlos únicamente con la propia Marvel Studios, y en ese sentido la compañía sí que no ha sabido adaptarse al seísmo que causó un verdadero autor al tomar las riendas de su más importante franquicia. No importa si dirige Kenneth Brannagh o los hermanos Russo con tal de que se ciñan a ejecutar la fórmula, no importa si la banda sonora la hace Silvestri, Brian Tyler o Henry Jackman con tal de que suenen parecidas.

Y quizás ese sea el problema que queda por asumir para que estas hermanas menores también despeguen por completo: tal y como señala el camino trazado por Whedon, que la identidad de los proyectos se nutra de la de sus creadores. Que la libertad creativa trascienda la fórmula. 

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