Érase una vez en Hollywood (Quentin Tarantino, 2019)

Rick Dalton es un actor de Hollywood encarnado por Leonardo Di Caprio, lleno de inseguridades por culpa del destino incierto de una carrera que parece estancada. Quizás no sea él sino el propio cine el que está cambiando, el que se apaga lentamente. El caso es que cuando Rick Dalton vive su vida en esta ficción que propone el filme (y no en la ficción en la que él actúa dentro de la ficción, una cuestión importante de la que también hablará este relato), todo parece concebido desde los códigos visuales del western. Todo está dispuesto en el set, pero no las cámaras no son visibles, no están allí. Tarantino ha prescindido de mostrar el aparataje propio del imaginario de un rodaje y lo ha hecho desaparecer, trazando una sensación de extrañamiento que ha de durar todo el filme. Sin embargo, cuando Rick Dalton se mete en la piel del personaje que interpreta y se rueda una película dentro de la película, entonces todo cambia: las imágenes se aferran a los clichés del género al que acompañan, se pliegan a la gramática con la que nos educamos en la manera de leer las imágenes y ahora ese lenguaje parece estéril en comparación con la audacia con la que se mueve el actor durante su “vida real”.

Son unas formas visuales que tocan a su fin, aunque la industria no deje de pregonar que el show debe continuar. En una secuencia memorable y dilatada con pulso firme en el tiempo, que ha de pasar a la historia de las grandes secuencias ideadas por el realizador, Cliff Booth, el especialista que dobla a Dalton en todos sus trabajos, descubre que el lugar en el que rodó películas durante años es ahora un rancho abandonado, invadido por una generación de jóvenes a los que no entiende. En ese desolador encuentro, Booth (interpretado por Brad Pitt) descubre que, de alguna manera, su tiempo ha pasado. El cine ha pasado y la burbuja de la época dorada está a punto de llegar a su fin, marcado por el asesinato de Sharon Tate, actriz en un momento dulce que se pasea por la pantalla anunciando el final de una etapa y quizá de una forma de entender las cosas. Un asesinato que acaba también con una forma de pensar. Y eso que vivir con el cine alrededor es lo único que da sentido a la vida de estos personajes: cuando no forman parte de la ficción, se convierten en personas que simplemente transitan por el mundo, conducen, galopan, pasean sin rumbo o hacen autostop porque ni siquiera han conservado la inquietud por seguir moviéndose. En ese sentido, es la película más pesimista de Tarantino y también la más solitaria.

Si en Django desencadenado (2012) Tarantino proporcionaba las herramientas para que la ficción aboliese la esclavitud a golpe de pistola, o en Malditos bastardos (2009) se servía de un grupo militar que acababa con Hitler haciendo las paces también con la historia, aquí el asesinato de Sharon Tate parece eludirse para convocar una inocencia imposible: la de una industria, un lugar y una forma de pensamiento que ya jamás se volverán a encontrar a sí mismos, condenados a deambular en el sinsentido de tratar de recuperar una época perdida. En su lugar, los asesinos de la actriz invaden la casa de al lado, justo el hogar de Rick Dalton, lo que permite a Tarantino una nueva forma de venganza desde su visión descarnada y particular humor filtrado a través de la violencia. En ese plano final con grúa que muestra a Dalton acudiendo a casa de Sharon Tate (otro recurso puesto en duda: el del plano-grúa como moneda de cambio para desembocar en un final feliz) hay tanta desolación como en aquel en el que Cliff Booth deja en casa al actor para el que trabaja y se hace el silencio. Entonces camina despacio hacia su coche, vuelve a conducir y vuelve también a la nada, porque el cine y la vida están a punto de apagarse.