Rojo (Benjamin Naishtat, 2018)

Al principio, todo es confusión. Lugares desconocidos, personajes aún por conocer. Y esa
confusión desemboca en un restaurante en el que ocurrirá un incómodo incidente: dos
hombres discuten por la única mesa libre del local y uno acabará humillando al otro en
público. Es una escena interpretada con brillantez por un actor espoleado a perder los
papeles ante su interlocutor, y escrita con el mismo talento y el pulso firme para construir
una réplica sólida y demoledora que empuja a las lágrimas a aquel que antes gritaba. La
discusión continuará fuera del local, habrá un asesinato y también un intento por esconder
el cadáver en pleno desierto antes del amanecer.

Esto es el inicio de Rojo, un arranque fulgurante que bien podría formar parte del prólogo
de una película ingeniada por los hermanos Coen, pero con una diferencia que va a situar
el proyecto en otra dimensión: todo está filmado de la misma manera que se hacía en la
época en la que transcurre el relato, la Argentina de los años setenta, en plena dictadura.
Lentes que dividen en dos el punto de enfoque, zooms aberrantes propios de un tiempo
pasado, sobriedad en la filmación de interiores o una fotografía de colores cálidos en la
que todo cobra el aspecto árido de un western crepuscular. Más allá de una decoración
coherente o de la atención por el vestuario, el gran triunfo de la película es el de concebir
la ambientación histórica a través de esos recursos formales.

Y resulta decisivo que la película esté construida bajo este férreo dispositivo formal
porque Benjamin Naishtat, autor de El movimiento (2015), parece haberse acercado a
este período histórico no tanto para hacer documento de la época como para tratar de
entender la forma en que se ha construido el presente. ¿Cómo tapar un asesinato y cómo
mostrar ese intento por ocultarlo? ¿Cómo se ha hecho política y vida social desde
entonces hasta ahora? O formulado de otra manera, ¿puede el cine a través de los
códigos de género (el noir, el cine social o el thriller al uso) construir una radiografía de la
forma en la que se viven hoy las cosas? Puede que esa sea la clave, que Rojo busca
expresar el estado de ánimo de una sociedad febril antes que servir a la hegemonía de lo
verosímil.

En ese sentido, el filme no podría ser más redondo. Naishtat exhibe (nunca mejor dicho,
pues hay mucho de demostración de habilidad narrativa) un absoluto dominio del tiempo y
del tempo fílmico firmando una película capaz de aturdir y apabullar con su manera de
proponer un incesante estado de tensión. Enigmática, de pulso firme y ritmo
apesadumbrado, con un elegante uso del sonido y con un peculiar personaje secundario,
un detective que aparecerá en el segundo acto y que parece robar la función, el relato
salva sus ambiciones de demostración autoral a través de un fino sentido del humor: Rojo
ejemplifica la impunidad con la que la clase alta oculta sus pecados a través de un ridículo
peluquín que viene a representar muchas otras carencias. Pequeños detalles que
recuerdan por qué el film de Naishtat es uno de los grandes ejercicios autorales del año
pasado.

 

*Publicado originalmente en Caimán. Cuadernos de Cine, número 84 (135) julio-agosto 2019