Dumbo (Tim Burton, 2019)

En la primera secuencia de este remake en torno a la película original de Disney, una niña que forma parte de la compañía del circo se acerca a tres ratones enjaulados. Uno de los pequeños roedores lleva un disfraz a la manera de un botones, como ocurría con Timothy, el fiel amigo de Dumbo en la película de dibujos animados. El personaje no puede participar de la nueva película, confinado en una celda, pero al mismo tiempo el nuevo filme tampoco puede acceder a él. Con este gesto la película desvela la situación en la que se encuentra: ni busca emular al filme animado original ni tampoco está en la posibilidad de hacerlo. Todo ha de moverse por otros cauces porque esta nueva operación de Disney, consistente en revivir sus títulos más emblemáticos, se articula bajo una filosofía de lo imposible, como bien muestra la contradictoria jaula que encarcela a Timothy: es imposible regresar a aquellas películas, es imposible emularlas, es imposible mejorarlas, es imposible siquiera evocarlas. La única razón de ser de la operación revival solo puede ser la económica.

Así las cosas, el nuevo film de Tim Burton plantea consagrar la primera hora de metraje a equipararse argumentalmente al relato de dibujos animados, casi punto por punto, con el mismo modus operandi que haría Gus Van Sant en su Psicosis (1998), como forma de constatar que aquello ya es inhabitable y que la mirada inocente se ha perdido. Ya no somos los mismos. Incluso cuando, en realidad, aquí sucede una operación muy curiosa: mientras en la película de dibujos aparece una secuencia alucinógena en la que Dumbo reacciona a la ingesta de alcohol, aquella escena es sustituida aquí por unas inocentes pompas de jabón que hacen referencia al momento original pero que huyen de sugerir que un elefante abandonado haya terminado por dedicarse a la bebida. Quizás sea cierto que la mirada se ha vuelto menos inocente en un sentido argumental pero esta censura, consecuencia de una subyugante corrección política, ha terminado por castigar cualquier intento por acercarse a nuevos universos. Una mirada tan en la encrucijada como el propio Timothy en su pequeña celda, condenado a permanecer ajeno a todo lo que está ocurriendo fuera de ella.

La hora posterior, continuando a la réplica argumental del original, es un disparatado festival que obedece más al universo poético del autor de la película que todo lo acaecido hasta entonces. Un desfile de actores cercanos al cineasta, encarnando a extravagantes y divertidos personajes, se adueñan de la pantalla en cuanto el relato original toca a su fin. La película al completo parece conducir a ese momento en el que Colette (una Eva Green a la que tampoco le hubiese importado robar el protagonismo del primer bloque de la historia) aprende a montarse sobre Dumbo, de forma que acróbata y elefante puedan volar juntos en una actuación que promete ser memorable y que les permitirá escapar del recinto cerrado del circo. Un plano que, por enésima vez en la filmografía de Burton, declara la rebelión de los inadaptados, la venganza de los excluidos, una dulce escena de pesadilla para aquellos que se habían burlado de los inocentes. En esa imagen absurda, pero también llena de encanto en la que ambos surcan los cielos, debe encontrarse la romántica síntesis de una revisitación que acaba teniendo más relación con La parada de los monstruos (Tod Browning, 1932) que con el Dumbo primigenio.