El Havre (Aki Kaurismäki, 2011)

No son pocas las veces que los cinéfilos han soñado encontrarse con el Antoine Doinel de Los 400 golpes de Truffaut en su vejez. Fantasear con una nueva historia de aquel niño que buscaba su propia libertad personal, convertido ahora en un anciano. Teorizar sobre relatos derivados de aquella obra es el equivalente a imaginar nuevos mitos que partan de la Odisea de Homero en un contexto puramente cinematográfico.

Así entiende el cine de Aki Kaurismäki, un constante qué pasaría si, un interrogante continuo sobre la historia del cine, con un argumento propio como pretexto, como simple juguete, como mecanismo articulador de las preguntas que Kaurismäki se hace a sí mismo, no tanto como cineasta sino como diálogo con el pensamiento de cualquier cinéfilo.

No es la primera vez que el director finlandés atribuye a las profesiones del hombre una personalidad concreta, como si estas viniesen definidas por aquellas, y a la vez se empeña en filtrar la universalidad de ciertos sentimientos. La alienación de las personas en el mundo contemporáneo al mismo tiempo que una esperanza ciega en el ser humano.

Un frutero abre su tienda antes de las primeras luces. Un vigilante nocturno descubre un vagón en el que han viajado una docena de emigrantes africanos. Un guardia registra el suceso con una actitud meramente burocrática, mientras que un policía judicial se pregunta dónde se encuentra la verdadera justicia. Y entonces el niño, escondido en el vagón, irrumpe con fuerza en el relato y a través de todos los trabajos posibles, de los que irá participando durante la película, grita a través de su silencio una verdad sin palabras. La profesión no revela el valor de los hombres. 

Cuidado, porque al autor le importa poco el relato. La puesta en escena lo evidencia, pues la filmografía del realizador siempre ha preferido mostrar los acontecimientos de una manera contenida, distanciada, por mucho que algunos de sus primeros planos remitan a Bergman. Se trata de un juego, de un divertimento que deriva en una historia de buenas intenciones de una manera casi accidental. Desenfado e ínfulas de trascendencia al mismo tiempo, el alimento perfecto de los cinéfilos más entusiastas. 

Y en esa trampa de un cine bienintencionado es donde cae la equivocada idea de que El Havre es una obra maestra. Es fundamental comprender que no se trata de una película inteligente, sino de un director que cuenta con tal sencillez sus historias que hace sentir inteligentes a quienes contemplamos el relato. La película se vuelve entonces condescendiente, ya no importa lo que se cuenta, sino que en lo contado todos salgan beneficiados, tanto el público como su autor.

Cabe preguntarse, si no, el porqué de esas sonrisas cómplices ante una convencional historia de idas y venidas. El Havre le da al espectador una experiencia que acaba siendo intrascendente, no exige de él ninguna reflexión posterior más allá de identificarse con el héroe protagonista durante el metraje.

¿Qué queda entonces de ese cine que impulsa a pensar de nuevo en las imágenes que hemos visto, de ese cine auténtico que nos empuja a encontrar su significado en lo más profundo de nosotros? ¿Qué valor tiene, acaso, encumbrar una película sólo por el renombre de quien la firma, porque haya recibido un premio importante o porque alguien sentenció que era una película imprescindible? Es importante valorar lo hermoso, pero es aún más importante la valentía de diferenciar entre una buena película y el grito efusivo, inmediato y poco reflexivo de proclamar cualquier filme como una obra maestra.  

Pero cuidado también, pues no se trata de una película inofensiva. El Havre está fragmentada y dispersa, su argumento avanza a trompicones, con cierta desidia y con cierta torpeza, disfrazada de la frialdad narrativa de su director, como quieren verlo algunos. En ella sin embargo, hay momentos de una belleza que, precisamente por la sencillez de lo narrado, adquieren un color especialmente hermoso. La presentación del niño al salir del vagón, el primer encuentro en las escaleras del puerto entre el niño y el protagonista, el concierto que el director siempre incluye en sus películas con cualquier pretexto o la humanidad de algunos de sus personajes.

Debido a mi profesión, no suelo caer bien, dice el policía judicial. En Kaurismäki, nadie es tan malo como parece, y todo el mundo tiene una segunda oportunidad. El cine se convierte en el paraíso redentor para las almas perdidas. Incluso para Antoine Doinel