El niño de la bicicleta (Jean-Pierre Dardenne, Luc Dardenne, 2011)

En 1948 Vittorio de Sica rodaba El ladrón de bicicletas, una de las obras culminantes del neorrealismo italiano. Como si el personaje de aquella película se hubiera reencarnado en Cyril, el niño protagonista del filme de los hermanos Dardenne se aferra a su bicicleta para librar la mayor de sus batallas: encontrar a un padre que le ha abandonado y que no ha dejado rastro alguno.

Nace así la película más luminosa de los realizadores, una película sobre un niño al que la vida niega la posibilidad de volcar en alguien su amor incondicional. El filme se convierte en trayecto, en vertiginosa carrera, en huída constante pero siempre en una huída hacia adelante, en la incansable búsqueda de alguien que sí acepte recoger y devolver todo ese afecto.

El filme se mueve en el contexto propio de los autores, que conciben el mundo como un lugar lleno de trampas y engaños, un universo en el que sólo el más fuerte sobrevive. No hay lugar para las ilusiones, ni para el gesto gratuito. Todo encierra una segunda intención, y los personajes protagonistas sufren siempre las consecuencias de una fábula de funesta resolución. Lo que diferencia a El niño de la bicicleta del resto de la filmografía de los Dardenne es su calidez, la cercanía hacia un cine con ciertos aires narrativos y un discurso menos amargo de lo habitual.

La sociedad queda retratada como un lugar en el que nadie es capaz de pensar más que en sí mismo y en sus propios beneficios, y culpa a esta mentalidad como fuente de todos los males del presente. El foco queda centrado en la generación de los padres de Cyril, incapaces de asumir cualquier tipo de responsabilidad, incapaces nuevamente de pensar en otra cosa que no sea ellos mismos. El personaje de Samantha, conmovida por el abrazo fortuito del niño, representa la esperanza: aquella persona que elige el compromiso como respuesta ante la indefensión del pequeño.

Cyril lucha, grita, se rebela, muerde, corre, intenta sobrevivir. Y sobrevivir, para él, no es otra cosa que encontrar no tanto un lugar donde sentirse amado, sino la urgencia de encontrar en quién depositar un amor que le quema en su interior de manera insoportable. ¿Puede haber mayor y más tierna muestra de humanidad? El niño aún no sabe poner esos sentimientos en palabras, lo cual genera toda la crisis del relato. Hay una necesidad latente, pero resulta imposible darle un nombre todavía. Lo difícil en la película será reconocerse en él, y no en los adultos.

El amor de Samantha, que se erige como auténtico faro en el interior de una película en la que reina la más absoluta oscuridad, genera primero una autodestrucción en tanto que Cyril debe aceptar primero que está completamente solo ante el mundo. Un amor que supone una muerte y resurrección, acontecimiento que se transforma en literal a lo largo del relato.

Beethoven de nuevo presente en una película de los Dardenne. El destino funesto. La ausencia de gracia conocida antes incluso de comenzar la fábula. Esta vez el Quinto Concierto para Piano, el Emperador, pero sólo algunas notas correspondientes a la introducción del segundo movimiento, antes de que el piano pueda siquiera entonar una sola nota. Tal como en la película, la insalvable gravedad de lo que ocurre alrededor impide al chico entonar su propia voz. La música escogida por los hermanos directores nuevamente resuena a lo largo de la película, utilizada a modo de bisagra y sólo en determinados puntos de la historia, pero siempre resulta reveladora.

Cuando su padre reconoce delante del niño que no quiere volver a verlo, Cyril se marcha en su bicicleta. No vuelve atrás, sino que viaja a ninguna parte. Huye de su propia infancia, escapa de sus fantasmas, abandona su angustia y por fin es consciente de que se encuentra frente al abismo. Su decisión es vivir, pedalear lo más fuerte posible. De repente, en el plano más hermoso de todos los que han acontecido en este año de cine, el chico pedalea sin motivo y sin destino, sin idea y sin esperanza, hasta que por el camino logra encontrarse a sí mismo.

En ese momento, El niño de la bicicleta no está lejos de Los 400 golpes de Truffaut ni de su travelling final, muy cercano al que ha sido filmado aquí. Como en aquella película, como en la vida, encontrarse de bruces con el vacío de una realidad que espera al ser humano para llenarse de esperanza resulta devastador. Nada hay más que el amor entre dos iguales, entre dos seres que ya no tienen nada, y en esa soledad, en esa muerte y resurrección, aparece la última y definitiva de las verdades, la más triste de todas: cuando una persona no es amada, huye.