Dallas Buyers Club (Jean-Marc Vallée, 2013)

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Para entender las auténticas intenciones sobre las que está construida Dallas Buyers Club, resulta reveladora esa escena temprana en la que Ron Woodroof descubre que es portador del virus del sida. Tras unos instantes de estupor y de negación, el hombre trata de hacer memoria para encontrar el origen de su enfermedad. Es entonces cuando la película muestra unas imágenes, presas de un furtivo montaje, en el que consigue recordar una relación del pasado.

El film se traiciona de esta manera a sí mismo, en tanto que imposibilita la ambigüedad de su personaje con respecto a uno de los temas más importantes que se intentan poner aquí en juego: las connotaciones homosexuales de la enfermedad de Woodroof, duramente castigadas por la sociedad y por la época en la que le ha tocado vivir. Pero el retrato de Woodroof como heterosexual queda definido de manera rotunda: no hay posibilidad de duda y, por lo tanto, tampoco hay posibilidad de reflexión interna.

Cuando su hospital le niega los medicamentos que quiere tomar, el protagonista inicia un auténtico combate contra el sistema que implica a las compañías farmacéuticas y pone en cuestión las propias leyes estatales, construyendo todo un negocio subterráneo con el que poder suministrar mejores medicinas a los que comparten su enfermedad. Se trata de una actividad lucrativa ilegal, por una parte, pero también de una labor humanitaria que ennoblece al personaje y lo convierte en un héroe anónimo, la perfecta figura para una película de espíritu popular.

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Del mismo modo que la película ejecutaba el retrato de su enfermedad, tampoco hay dualidad posible en el personaje a la hora de valorar su actividad ilícita. Dallas Buyers Club impone sus lecturas: Ron Woodroof es un héroe y las compañías farmacéuticas son las villanas. Y Jean-Marc Vallée, director de la película, se esfuerza por eliminar todo dilema moral posible a través de una puesta en escena preocupada por ilustrar una sola respuesta moral o, dicho de otro modo, por eliminar del espectador toda capacidad de decisión sobre lo que está viendo.

¿Un filme que ataca las imposiciones del mercado imponiendo, a su vez, lo que el espectador debe opinar al respecto? Puede que no haya mayor ironía con la que empobrecer los resultados de una película. Si Dallas Buyers Club despega sorteando los límites del telefilme es únicamente porque su pareja protagonista ha proyectado su actuación por encima de los términos sobre los que se mueve la propia trama. La credibilidad y fortaleza de las interpretaciones de Matthew McConaughey o de Jared Leto, fundamentadas en la transformación física, no agrandan las conquistas de la película, sino que se convierten en su auténtica meta: la energía del actor-personaje se revela como el más intenso motivo por el que admirar una propuesta cinematográfica que, de otro modo, se mostraría apagada por completo.

La presencia de Jennifer Garner, llena de altibajos e incapaz de acercarse a la creación de sus compañeros en tanto que su papel no necesita de radicales transformaciones físicas, nos recuerda el verdadero terreno sobre el que se mueve el filme. Una película de sobremesa que, empujada por la pasión con la que ha sido realizada, se ha olvidado de aquello que en su origen estaba destinada a ser. 

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