Con derecho a roce (Will Gluck, 2011)


El cine siempre tuvo la capacidad de recoger los gestos más insignificantes. El poder filmar lo cotidiano como parte indivisible del desarrollo de una ficción convirtió al cine en el instrumento perfecto para encontrarnos a nosotros mismos. En ese camino, el séptimo arte se encontró con uno de sus mayores escollos: la responsabilidad eterna de enseñar a vivir, un deber que respiraría por siempre bajo el misterioso manto de sus imágenes. 

En esa cualidad insalvable del arte, lo zafio y lo mediocre encontraron el camino perfecto para congraciarse con el espectador. “Así es como deben ser las cosas”. Para algunos, el cine es capaz de filmar el modo en que vivimos. Para otros, el cine tiene la potestad de imponernos cómo se debe vivir.

Con derecho a roce está estupendamente filmada, y hábilmente montada, pero también ostenta todos los mecanismos que han convertido al audiovisual en el medio perfecto para educar a los cuatro vientos en una vida de lo mediocre. En ella, casi sin orden ni concierto, se suceden todos los tópicos que ayudan a integrar el universo Light del hombre moderno en un modo de vida no sólo correcto, sino loable.

Las relaciones superficiales no son un estilo de vida sino el modo más adecuado para vivir nuestra sexualidad. Quizás nadie se ha parado a pensar en lo terrible que es que todos los gestos que eviten el compromiso tengan ya sus propios nombres, sus propios comentarios, sus propios chistes, su propio sabor a rutina, y nada tenga el sabor de lo sincero, ni siquiera su final impostado, pues el reconocimiento de necesitar al otro y de amar al otro viene dado por el miedo a la soledad en un mundo hostil más que de la pura necesidad o del afecto.  

Justin Timberlake y Mila Kunis protagonizan la clásica historia romántica sobre dos personas heridas que no desean comprometerse. Son dos actores solventes y que aquí resultan encantadores, pero nunca han estado hechos para ser protagonistas y eso la película lo deja notar con una evidencia sustancial. Cuando Woody Harrelson aparece en pantalla, con un papel sin la oportunidad de desarrollarse, Justin Timberlake deja de existir. Cuando Mila Kunis comparte plano con la madre de su personaje, ocurre lo mismo. Con derecho a roce acaba convertida en una película sin rostro.

Y no sólo por el poco magnetismo de sus actores es por lo que la película cae en el abismo. Casi son más protagonistas de la historia los teléfonos móviles, los flash-mobs, el diseño de las páginas de Internet… Una película construida con los elementos tecnológicos del presente, que han resultado también ser complementos de nuestro modo de vestir, no tardará más de un año en quedarse del todo anticuada.

Lo más grave de todo es que a la película no parece importarle nunca la inmediatez de su fecha de caducidad.  Nadie parece pedirle demasiado al filme en tanto que siempre es la desidia la que campa a sus anchas cuando todo parece disfrazado de puro entretenimiento. Y si ni siquiera el director le pide nada a su película, entonces ¿qué podemos pedirle los espectadores a ella? Que pase rápido, al menos.

Es este un cine del engaño. No por sus trampas ni por sus trucos emocionales, pues estos son tan evidentes que resultan del todo inofensivos. No, la mentira es más profunda. Es una mentira que tiene que ver con la manera en que entendemos nuestro propio mundo, y con la forma de reaccionar ante él.

Desde que la televisión educase nuestra infancia, no hemos dejado de pensar que lo que sucede en la pantalla tiene siempre un inconsciente poder didáctico. Con derecho a roce acaba siendo un manual de supervivencia ante un mundo que rechaza lo emocional no ya como modo de vida, sino como una parte sustancial del ser humano. Como película en posesión del lujoso arte de atraer a las masas, su falta de valores resulta preocupante.