Blancanieves y la leyenda del cazador (Rupert Sanders, 2012)

Al comienzo de esta historia, la nueva reina llega a la corte por primera vez y visita a sus súbditos, que sonríen y observan asombrados. Cuando esta se gira por fin, descubre al verdadero objeto de esa admiración: a su espalda camina, aún niña, la persona destinada a terminar con los maleficios de la bruja convertida en reina.

El origen de la maldad, de la envidia. El trasfondo de un personaje que siempre había sido villano por naturaleza y sin motivo. Este es, quizás, el mayor acierto de esta nueva versión de Blancanieves y la mejor aportación que la filmografía en torno a la fábula ha conseguido hacer a la historia tradicional. Es en esos momentos, cuando la reina desvela sus temores y los motivos que la han llevado a convertirse en esa villana de aspecto imperecedero, donde la película realmente importa.

Y a través de ese acierto descubrimos también sus carencias, pues esta Blancanieves y la leyenda del cazador apenas dedica tiempo a desarrollar ese personaje, que está encarnado también por el mejor actor del reparto con mucha diferencia, sino que en su lugar centra su atención en otros personajes mucho menos interesantes y mucho peor interpretados. El resultado es una colección de lugares comunes, de diálogos vacíos, de situaciones previsibles y de desarrollos tan ambiciosos como intrascendentes. 

Las técnicas del presente han permitido que grandes actores puedan encarnar a los enanos, los personajes más carismáticos del cuento, sin atender a las limitaciones físicas de unos trucos visuales que se encargan de encoger su tamaño. Podemos así disfrutar de Ian McShane, de Bob Hoskins o de Eddie Marsan caracterizados de forma soberbia. Son también excelentes actores pero su presencia es, de nuevo, testimonial. Aparecen tras setenta minutos de metraje y su función es la de mero contrapunto. Su presencia revela definitivamente cómo el filme desprecia la labor interpretativa en favor de las escenas de acción y aventura, independientemente de su discutible contenido.

Todo se mantiene en pie gracias a la sugerente e imaginativa fotografía de un Greig Fraser que aquí se permite el lujo de un lucimiento personal que trasciende sobre las otras disciplinas artísticas, firmando uno de sus trabajos más sobresalientes. El vestuario de Colleen Atwood no necesita presentación. Es la diseñadora de vestuario que, prácticamente, definió el universo visual de Tim Burton a través de su trabajo, aunque se le haya terminado por atribuir el mérito al director de manera exclusiva.

Si sobresalen estos trabajos del resto de elementos del filme es tanto por una cuestión de no encontrar otras disciplinas al mismo nivel de excelencia como de un director novel incapaz de poner en consonancia todos esos elementos ni de imprimir a la cinta un ritmo consecuente con la historia que quiere contar y al público al que se dirige. Dos horas y diez minutos, nada menos, dura esta epopeya intrascendente.

El tratamiento de la historia original se utiliza como la excusa creativa capaz de poner en pie una historia medieval más cercana a los universos fantásticos que el cine y la televisión han dado en los últimos años. Lo interesante es ver cómo el material original intenta encajar en este nuevo concepto sacando a relucir las aristas de un argumento anodino que, irónicamente, brilla tímidamente solo cuando se pliega al relato clásico.

Tal vez el error no esté en alejarse del relato original. Muchas otras obras cinematográficas de gran interés se cimentaban en relatos tradicionales que luego no se avergonzaban en traicionar. Quizás el auténtico error sea que el lugar hacia donde quiere dirigirse la nueva historia está tratada bajo unos referentes ya de por sí con escaso nivel creativo o, cuando menos, imposibles de adaptarse sin revelar su influencia directa. En ese sentido, la película debe mucho al cine comercial de Ridley Scott de la última década: batallas medievales en la playa, cámaras de alta velocidad, los efectos de la luz importan más que el argumento, un montaje vertiginoso capaz de mostrar diversos escenarios al mismo tiempo, o la búsqueda del plano hermoso aún sacrificando el ritmo que la película no sabe nunca si perseguir o abandonar del todo. También llama la atención el bosque fantástico propio del universo creativo de Hayao Miyazaki, o un espíritu del bosque que encuentra inevitablemente su reflejo en La Princesa Mononoke.

Poco tiene que ver, en el fondo, esta película con la historia de Blancanieves. Los elementos de la narración clásica parecen, uno a uno, introducidos de manera forzada y aislada en el relato. Por eso no conviene engañarse: si el filme hubiese tenido otro nombre y otro trasfondo, seguramente hubiese sido un fracaso comercial. Lo realmente preocupante es que, ni siquiera bajo el cálido aval del cuento infantil, Blancanieves y la leyenda del cazador consigue evitar su condición de película olvidable.