Un lugar donde quedarse (Paolo Sorrentino, 2011)

¿Escribe la generación de cineastas a la que pertenece Paolo Sorrentino un eterno relato en torno a las relaciones familiares? Quizás el director italiano intente generar en su cine una trascendencia artística que se toma enormes libertades para construir una experiencia sublime, pero lo cierto es que no está nada lejos de la vacuidad argumental de sus coetáneos, especialmente con un Wes Anderson con quien comparte no pocas similitudes.

En este cine basado en la experiencia del adulto como eterno adolescente, la incomunicación y las barreras afectivas vividas en torno a la figura paterna se transforman en una insalvable sensación de orfandad que acompaña al héroe durante el resto de su vida. La película, que no es otra cosa que el discurrir más o menos arbitrario de esa vida solitaria, se basa en los descubrimientos hechos en un camino que aquí se traduce de manera literal en la perezosa construcción de una road movie al uso.

Sí, por ese camino pueden encontrarse todas las señas de identidad de estos nuevos creadores centrados en una juvenil búsqueda de sí mismos, un tanto ensimismada. Música omnipresente y proveniente de sus grupos favoritos, que no dejará nunca de sonar. Humor, tímido coqueteo con el surrealismo, pasión por el detalle, por los insertos y por los planos cortos que desvelan pequeños secretos. Lucha interior a través de la representación de la travesía definitiva, aderezado con todos los trucos visuales que se le puedan ocurrir al autor durante el proceso de filmación.

Si el cine de Wes Anderson, máximo exponente de esta peculiar fauna, comienza ya a dar sus evidentes signos de agotamiento en tanto que ha tenido que trasladarse al mundo de la animación para poder continuar su gestación de repeticiones interminables, lo mismo ocurre aquí con un Paolo Sorrentino que construye una historia densa, dilatada y ambiciosa pero cuyo éxito encomienda, en el fondo, a las pequeñas cosas y los pequeños momentos.

En su construcción pretendidamente absurda del relato, el director plantea como motivo del viaje la búsqueda de uno de los últimos nazis vivos, para vengar la memoria de su padre. ¿Era necesario? La película pasa del universo absurdo, que resultaba tan divertido como intrascendente, pero enormemente disfrutable, al plano del más absoluto sinsentido, lo cual lleva finalmente la película al ridículo y a un lamentable desinterés argumental.

La prueba es que la misión del protagonista comienza pasados nada menos que cuarenta minutos de metraje, y lo acontecido previamente es mucho más interesante que todo el viaje posterior. Si el deseo era señalar de manera drástica las consecuencias que tiene el pasado del hombre sobre la vida de sus sucesores, esta queda relatada mucho antes en una simple escena. Esas pequeñas escenas donde la película realmente resplandece. En ella, el personaje asiste al concierto de un compañero músico de juventud y acaba revelándole su absoluta frustración vital y los motivos de esta. He ahí la película que verdaderamente importa.

¿Por qué se sostiene en pie entonces una narración que carece de sentido y que se va revelando más absurda e intrascendente conforme avanza? Un motivo es la promesa de la resolución, una revelación poderosa que nunca llega, y quizás todo se sostenga simplemente por esa pura ilusión generada en torno a una falsa expectativa. Otros se sentirán atraídos por tal bizarro atrevimiento, pero el efecto también es superficial y se desvanece pronto. Lo que ocurre en pantalla es divertido, pero nunca bajo un sentido perdurable. ¿Qué fecha de caducidad le otorga eso a la película? 

En el fondo, Sorrentino sabe que su película se sostiene por el personaje que ha creado. El espectador lo percibe, pero aún continúa con el apetito de enfrentarse a una situación que enriquezca al personaje durante el resto de la película. Nunca llegará, pasará de puntillas por la superficie de una escritura ingenua y de una narración que se agarra a todo cuanto tenga el sabor de lo original, pero que resulta totalmente inofensiva. La película existe por el deseo de representación de esa estrella del rock retirada, ese personaje a medio camino entre lo entrañable y lo rocambolesco.

Y existe por el actor que lo encarna, por un Sean Penn inconmensurable que cumple aquí el sueño de todo intérprete: convertirse, literalmente, en aquel personaje al que construye. El actor americano ha logrado transformarse de tal modo que el aliciente de la película se convierte en admirar cómo el milagro ha sido posible. Un personaje absolutamente alejado del actor que lo crea, que de repente cobra vida y se vuelve aún más real que la propia celebridad que lo interpreta. Protagonista destinado a perdurar en la memoria, no así una película que lo muestra casi en cada plano y en la que pulula constantemente la pregunta sobre qué fue antes, la simple caracterización del actor, la propia historia o la escritura del personaje.

Resulta fatigosa la tarea de contabilizar cuántos planos realizados con grúa habrá en la película sin sentido narrativo alguno. No se trata de meros caprichos: la película existe para poder filmarlos, el filme está hecho para mover la cámara de un lado para otro, para demostrar el virtuosismo formal de Sorrentino como cineasta aunque al final termine evidenciando cómo para él es un juego que resulta, de nuevo, inofensivo. La utilización de la pieza Spiegel im spiegel en la banda sonora, obra de Arvo Pärt que acompañaba ya las imágenes del Gerry de Gus van Sant y que aquí suena como mera adhesión superficial, es la última de sus incoherencias, de sus jugadas imposibles y olvidables. Lo único que queda en la memoria es la belleza de un personaje inolvidable.