Shame (Harry Escott)

Casi quince años después de que Hans Zimmer escribiera una de sus mejores partituras, La delgada línea roja, aún hoy suena el eco en la banda sonora contemporánea de Journey to the line, uno de los más sobrecogedores temas de aquel álbum. Si ya había servido para inspirar uno de los temas centrales sobre los que se articulaba el score instrumental compuesto por Jon Brion para Magnolia, esta vez resulta influencia directa sobre Harry Escott, el compositor tras el cual se esconden los pocos cortes originales que incluye la banda sonora de la película Shame.

En su tema principal, Brandon, que debería sugerir la voz interior del personaje protagonista, el músico se limita a tomar aquella celebrada idea de Zimmer y desarrollarla a partir de bloques armónicos progresivos de un parecido con el original de gran evidencia, sólo que con menos riqueza en su discurrir. La emoción viene de las cualidades del sonido producidas por la idea de partida, no por los acordes escogidos. Conviene resaltar esa diferencia para situar los logros de esta música en su justa medida.

El exponente musical de la impostura a la que está sometida la película, o al menos revelando alguna de sus múltiples incoherencias, son dos cortes de archivo que suceden al original de Harry Escott. Se trata de el aria de las Variaciones Goldberg, de Bach, y el tema Rapture, de Blondie. La música más popular posible de dos géneros diferentes. El primero con intención de demostrar cierto nivel cultural de la cinta, y el otro con las ínfulas cercanas a las de un Tarantino que muestre tanta habilidad para la dirección como para escoger los temas de su banda sonora.

El efecto conseguido es justamente el contrario, tal y como ocurre con la utilización de algunos recursos cinematográficos a lo largo de la propia película. La línea por la que camina Steve McQueen es muy delicada y queda superada en diversos momentos clave. La demostración de inteligencia queda diluida alrededor de un derroche de ingenuidad que resulta muy difícil de disfrazar.

Los cortes que incluyen piezas de Chet Baker o de John Coltrane no vienen sino a subrayar la misma idea. Una selección de apariencia erudita en torno a géneros musicales muy dispares, que se saldan con la discutible elección de los nombres más célebres y la elección de los temas más perezosos. La intención es noble, y el gusto por la calidad de todo el universo sonoro de la película es palpable, pero de ahí a considerar al autor un genio de la elección de una banda sonora ideal hay años luz de distancia.

La música de archivo se sucede y se intercala con otros pasajes del Clave bien temperado de Bach o de las propias Variaciones Goldberg. Otro detalle a reseñar es que toda esta interpretación pianística corresponde a toda una leyenda de la fonografía en torno a estas dos obras, un Glenn Gould de quien se escuchan tanto sus pulsaciones al piano como el propio rumor de su voz tarareando lo que interpreta. Una muestra más de ese puntilloso deseo por demostrar que, si ha de tomarse una pieza de archivo para la película, esta debe ser la interpretación de referencia, el disco célebre, la elección popular.

Finalmente vuelve a dejarse un espacio en blanco para los créditos finales que rellena el score de un Harry Escott que se limita aquí a repetir el tema de inicio a través de una instrumentación diferente. El piano solista como narrador de sentimientos, en lugar de la orquesta de cuerdas. ¿Cómo hubiera sido la narrativa sonora de esta película si se hubiese permitido al compositor musicalizar el metraje completo y no servir de mero prólogo y epílogo a lo acontecido? Quizás entonces sí hubiésemos podido contemplar una originalidad genuina, un verdadero riesgo creativo y una valentía de la que alardea constantemente el filme pero que, en muchas de esas ocasiones, se revela más como una pose para el lucimiento de los firmantes que un triunfo real.

La prueba definitiva quizás sea la versión de New York, New York que firma Carey Mulligan, protagonista de una de las mejores secuencias de la película. ¿Pero y qué ocurre con la música en sí misma, separada de la escena a la que acompaña? En su deseo de firmar un esquema sonoro tan personal como original, se termina por traspasar la frontera de la vanidad. Ninguno de ellos es músico pero, sin embargo, no sólo saben escoger la mejor banda sonora posible, sino que saben interpretarla incluso mejor.