Paris (Cédric Klapisch, 2008)

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Erik Satié se ha convertido en la banda sonora por excelencia de aquellos que quieren pintar el punto contemporáneo con una música que se supone minimalista. En especial sus Gnossiennes, cuyo más famoso fragmento suena aquí hasta la saciedad. Su uso banal y reiterativo muestra una declaración de intenciones muy reveladora: la música de Satié se convierte, en el cine contemporáneo, en el elemento sonoro recurrente para aquellos autores perezosos y conformistas, faltos de recursos, de creatividad y por extensión, de cultura musical. ¿Qué cabe esperar entonces de la película…?

Paris se etiqueta con rapidez en la estructura altmaniana de historias paralelas y vidas cruzadas y se une así al modelo coral predominante en el cine comercial francés de la última década. Lo que nació como un ensayo artístico narrativo de primera línea a principios de los noventa ha acabado convertido finalmente en un género comercial más, donde la cinematografía francesa en general encuentra su vehículo comercial más sugerente.

Servido de este modelo, la película no pretende más que sus coetáneas: el acostumbrado deseo de abarcar todos los estratos sociales posibles, todas las situaciones, y supeditar la narración a una supuesta mirada globalizadora fallida e ingenua.

El tema predominante, sin embargo, no es el amor, sino la muerte, aunque nunca con efectismo o sensiblería gratuita, lo cual resulta muy de agradecer. Desaparición de un padre, accidente de moto, enfermedad del corazón, muerte incluso de los ideales. El discurso se sirve de estas situaciones sencillas y entrelazadas para revelar la falta de sentido del ritmo de vida contemporáneo y el poco valor que otorga el ser humano a su presente y a los dones que recibe.

Lo hace sin embargo con una ingenuidad latente, que nunca se desengancha del relato y que acaba impregnando hasta sus últimas consecuencias una historia que, por frágil y convencional, acaba sumiendo el guión en una sucesión de lugares comunes que no resultan nada interesantes y en unos personajes planos y apesadumbrados con los que resulta difícil identificarse (que a uno le importe el personaje de Binoche tiene más que ver con el trabajo de la actriz que con el material escrito).

Ingenuidad siempre presente, que se palpa en esa modernidad de la puesta en escena cuando realmente su director demuestra un claro descontrol de los elementos que pueblan el filme, al mismo tiempo que una incapacidad evidente para extraer de su actor principal una actuación expresiva y definida.

Tal y como su interpretación, la película resulta insulsa, fría y distanciada. Los momentos de mayor intensidad dramática, donde la película funciona, no tienen la suficiente fuerza para olvidar el desdibujado e incompleto personaje de un profesor de historia a la deriva, la exposición deliberada de unos afluentes totalmente estériles en un río que a veces olvida su curso de origen, o el mensaje ambiguo y confuso que provoca la historia de una estudiante que vive un encuentro amoroso con su profesor (y ahí sí que había una película interesante).

Modernidad, estética y una poderosa y encantadora Juliette Binoche se dan la mano para crear una historia coral plana y sin personalidad, incapaz de transmitir emoción o cercanía. Un producto que, salvando sus incontables fisuras, se empeña en servirse de un modelo narrativo muy limitado para abordar nuevos temas. Que lo consiga en mayor o menor medida depende en realidad del espectador que se enfrente a ella.
* La película llega a la cartelera española más de un año y medio después del estreno en su país de origen, en un entorno donde la desinformación reina a sus anchas. Enésima muestra de la incapacidad de la distribución española para hacer frente a la demanda cultural de una industria supeditada únicamente a la rentabilidad de sus productos. Paris obtiene distribución cuando el espectador interesado en verla ya ha sido capaz de conseguirla por otros muchos medios.