Andrew Haigh ha escrito la historia de un encuentro. Ha propiciado la conexión fortuita entre dos personas y luego se ha dedicado a filmarlos, muy de cerca, durante el fin de semana que da nombre al proyecto. Un fin de semana en el que Russell, esquivo y vulnerable, cree haber conocido a alguien diferente. A alguien también esquivo, pero cuyos motivos nacen del deseo de una huida infatigable de sí mismo y no de la pura timidez.
Dos personas corrientes, que la película y el universo íntimo que es capaz de revelar convierten en especiales. Los actores se convierten en los personajes. Los personajes, en personas. Y desde esa aparente cotidianidad, el filme cuenta una historia de amor que tiene las horas contadas desde antes incluso de su nacimiento. Glen va a abandonar la ciudad tras el fin de semana. La intensidad de la partida inminente convierte el romance en un dulce relato cargado de una intensidad contenida, amortiguada por el aparente impacto de lo cotidiano.
Los diálogos, y no las acciones, son los protagonistas. Y no por un deseo de exhibición dialéctica, complejo del que suele hacer gala el género romántico del presente, sino por la decisión de desarrollar la historia a partir de los mecanismos con los que la propia vida impone su ritmo y sus confusas reglas. En ese sentido, a pesar de la sencillez que envuelve al relato, no estamos ante la comparación superficial con Antes del amanecer (Richard Linklater, 1995) sino con el encuentro de pareja como profunda reflexión de la existencia al estilo de Deseando amar (Wong Kar-Wai, 2000). En otras palabras, aquí importa más el gesto de la confesión que el propio diálogo que se genera, importa más la caricia o el abrazo que cualquier frase lapidaria. Importan sus imágenes como el de un recuerdo personal.
Haigh acentúa esa condición de recuerdo cuando la puesta en escena toma una distancia que acerca el relato a lo documental o, cuando menos, le otorga cierta cualidad de historia soñada, de recuerdo del pasado. En ese sentido los mejores planos son los que, de manera persistente, el realizador toma desde la ventana del piso de Russell, que ve cómo Glen se aleja tras cada visita. El relato toma entonces la distancia suficiente para convertirse en cuento, en recuerdo lejano. De ahí la entrañable ternura que despierta.
En la escritura de Weekend se encuentran no pocos aciertos que ayudan al filme a despegar con respecto a otras películas de su género. Cuando Glen le pide a Russell que relate su primer encuentro para un proyecto artístico comienza un ejercicio de reconstrucción de la noche anterior, una noche que el espectador apenas ha podido presenciar. Se inicia así un sencillo recurso mucho más sugerente que cualquier escena que hubiese recogido el acontecimiento.
Pero no sólo de lo literario viven los buenos momentos de Weekend. Largas tomas, que priman la capacidad de improvisación de los actores. Tomas muy cercanas a la mirada del actor, intentando recoger una mirada íntima, acercándose al universo del personaje. En ese sentido la película recuerda mucho al estilo de una cineasta cercana: Andrea Arnold. No importan las imperfecciones si la cámara consigue captar la belleza y emoción de lo natural. Tratar de que la vida real se imponga al ritmo del relato, y no al revés. La utilización de la Canon 5D para filmar el proyecto añade textura cinematográfica a las imágenes al tiempo que permite al realizador adentrarse en espacios más pequeños, convertir el equipo de filmación en un ojo invisible.
Llama la atención que una película que relata el romance entre dos hombres no convierta el tema de la sexualidad en su centro de atención. En ese sentido Weekend relata la vida cotidiana de Russell, enamorado de otro chico, sin convertir ese elemento personal ni en el tema principal ni en reclamo, ni mucho menos traficar con la identidad sexual como materia de cine forum. Lo importante en Weekend es que se trata de una historia de amor universal. La decisión de la pareja homosexual como protagonista es algo totalmente contingente, pues el verdadero tema de la película es, en realidad, una revisión sobre cómo filmar el esquema narrativo romántico convencional a partir del filtro de lo cotidiano. Bajo esa perspectiva, la escena final en la estación de tren supone una auténtica revelación por las conquistas que consigue a partir de decisiones simples.
El filme de Andrew Haigh hace que el espectador caiga en el mismo estereotipo que combate. ¿No se consideraría acaso una de las mejores películas del género si la protagonizase una pareja heterosexual? Poco tiene que envidiar la cinta a Blue Valentine (Derek Cianfrance, 2010), por citar un ejemplo reciente y relevante. Cuando Russell viaja en metro hacia su destino y escucha las burlas de un grupo de jóvenes hacia la condición homosexual, su gesto permanece impasible y su mirada continúa perdida en el horizonte, a pesar de todos los sentimientos que bullen en su interior. Es el resumen de la película, un filme pequeño en sus ambiciones y enorme en sus conquistas. Mientras nuestros ojos sólo se fijaban en todo aquello que Russell experimentaba, Weekend se ha atrevido a indagar en lo que sentía.