Adam and Dog (Minkyu Lee, 2012)

“El cine sonoro ha inventado el silencio”, decía Bresson en sus Notas sobre el cinematógrafo. La llegada del cine nos hizo realmente conscientes de la noción del tiempo, de su cadencia y de su silencio. Que un lugar era también sus sonidos, por encima de muchas otras cosas. Los sonidos que traspasaban la soledad de aquel silencio.

El silencio de Adam and Dog es también olvido. Minkyu Lee se sirve del mito de la creación para narrar la más honda historia de amistad posible. A partir de unas pocas imágenes, dilatadas en el tiempo y con aletargada cadencia, el Paraíso se convierte en el lugar más solitario del mundo para un perro que continúa maravillado y desorientado mientras explora aquel milagro en una errática travesía. El triunfo de Lee es el de haber captado la libertad con la que vive una criatura inocente que no conoce aún la palabra soledad, y que no es consciente de su indefensión hasta que conoce, por fin, a su compañero humano.

Adam and Dog es importante porque recupera la necesidad de narrar a través del gesto sencillo, de contar cosas a través de esos silencios y de intentar que sean las miradas las que hablen. Tal y como ocurre en la vida, el misterio nos esquiva, el argumento se escapa para dar paso a una filosofía de lo contemplativo que permita filtrar la grandeza de lo narrado. El camino hacia el asombro. ¿Cómo es posible contarlo con tal ternura y belleza si el protagonista real es un perro, y no Adán, con todas las limitaciones narrativas que eso conlleva? Minkyu Lee lo hace, sin tener que recurrir además a las trampas emocionales más perezosas que nos han brindado las historias protagonizadas por animales.

El momento musical que tiene lugar en su mismo centro no es tanto una concesión comercial como una manera de acentuar su condición simétrica, el auge y caída de una historia entre dos seres que no enfatiza tanto los valores entre animal y humano, sino más bien entre los valores que esconde y que aún atesora la inocencia. He ahí el auténtico relato. Por eso la historia original, aquella que ya conocemos, permanece fuera de campo. Lee se sirve de su rica paleta de colores para componer un Paraíso de hermosos paisajes y de variados contrastes sin perder nunca de vista que lo más importante en su película son los ojos del perro, y que a través de ellos tenga lugar una conmovedora certeza: el más hermoso de los lugares no es el que nos encandila con su colorido exterior, sino que se encuentra escondido en el interior de nuestros cuerpos.

La forma de narrar de Minkyu Lee ejemplifica un interesante signo de madurez: sostener el plano para potenciar lo reflexivo frente al innecesario subrayado. Que la belleza recaiga de la representación y no de lo puramente accesorio. Despojar al relato de todo argumento para que lo importante sea el fondo, para tratar de recoger esa sensación premonitoria que respiran sus imágenes sobre un lugar a punto de ser abandonado. Un lugar que contiene, para nosotros, la dolorosa carga emocional de lo que ya sabemos que va a ocurrir, a pesar de su belleza inabarcable.

Posiblemente, el componente espiritual tenga más importancia en la escena final que cualquier consideración narrativa. La acertada elección de los planos permite poner de relieve, por encima de lo técnico, aquello que se relata. El hombre es expulsado del Paraíso, pero puede continuar su camino acompañado de las más hermosas criaturas jamás creadas. Es la ambigüedad que intenta vertebrar la manera en la que Lee concibe Adam and Dog, hablar de lo profundo a través de aquel silencio. El hombre ha sido castigado por su traición, pero ya nunca tendrá que caminar solo.