Un cuento de navidad (Arnaud Desplechin, 2008)

ConteNoel

Inmensa saga familiar, de desproporciones absolutas en todos los registros imaginables. Obra excesiva por antonomasia, Un cuento de navidad se desborda en todo momento y por todos sus poros a través de una narración que busca exactamente eso.

Arnaud Desplechin pretende rodar la película definitiva sobre un clan familiar de la alta burguesía francesa, y en su intención no evita desmedir cada una de las líneas narrativas hasta conseguir un relato hipertrófico que se anula a sí mismo a través de su sobresaturación.

El montaje, auténtico motor narrativo del filme, acaba obligado a mantener un ritmo frenético dada la amplitud y magnificencia del relato y sus miles de ramificaciones, volviéndose compulsivo, falto de personalidad, próximo a la manera de un video-clip, contrastando definitivamente con la estilizada puesta en escena que propone Desplechin y que no casa en absoluto con las intenciones de esa manera de montar la película.

La película intenta abordar, en sus historias centrales, cómo la enfermedad de una madre afecta al resto de la familia, y cómo a partir de ahí las viejas rencillas, los miedos pasados y los asuntos sin resolver dentro del seno familiar salen a flote en un fin de semana de navidad contrarreloj que une a todos los contendientes bajo el mismo techo.

La historia coral propone así el encuentro con las enemistades entre hermanos, con la vida y la muerte, la amistad, la fraternidad, el amor y todas las cuestiones imaginables posibles que se van dando cita sin orden ni concierto en una torre de babel autoconsciente de sí misma y de su alucinada genialidad desbordante.

En un guión repleto de inventiva, alejado de todo convencionalismo, Desplechin perfila a cada uno de sus personajes de una manera solvente, dotándolos de una trama propia y de absoluto interés por cada uno de ellos. El problema es que, en su intento de darles ese interés cinematográfico que haga que no queden fagocitados por la monstruosidad del relato y a la vez intentar hacerlos familiares, salta la caricatura, el histrionismo. Los personajes son, en definitiva, tan inverosímiles, tan faltos de credibilidad, tan caricaturescos, que es fácil salirse de la historia y dejar de contemplarlos con la compasión que el director espera de los espectadores.

El autor espera hasta el último minuto, cuando madre e hijo (enemistados durante años) se juegan la vida a cara o cruz en una de las últimas escenas. Un cara o cruz que muestra también la visión azarosa que propone su director sobre la vida. Es entonces cuando el director muestra realmente las cartas de su película: sus intenciones son las mismas que sus personajes, que no son otras que las de divertirse a toda costa, de reírle a la vida y a sus problemas. En el momento más frágil, en el más delicado, el más trágico, la mayor importancia del mundo la cobra el poder jugar en el último suspiro.

No puede rodarse un drama familiar de proporciones épicas con un humor socarrón, a punto de rozar el surrealismo? Parece preguntarse Desplechin durante el transcurso de su obra, llevando a los personajes al límite, al igual que la narración. El resultado es irregular, alucinado, obsesivo, a todas luces desmedido, pero igualmente repleto de genialidad.