La Boda de Rachel (Jonathan Demme, 2008)

BodaRachel

Que Jonathan Demme regrese al cine de ficción es una gran noticia. Que lo haga además reconvertido, rejuvenecido como autor por su nuevo uso de la estética y por un guión (que firma Jenny Lumet, nieta de Sidney) que respira frescura y que deja la construcción del relato en manos de una nueva generación, resulta de lo más estimulante.

 

Un autor que no se “recicla”, sino que toma otro rumbo para continuar narrando las historias que siempre le han interesado: los dramas humanos, la humanidad de las personas, a través de la mayor cercanía posible hacia ellas.

 

Con ‘La Boda de Rachel’ (fallida traducción de ‘Rachel Getting Married’, que habrá confundido a muchas fans de las comedias románticas), Demme explora las posibilidades del rodaje cámara en mano para tratar esa cercanía en los personajes, esa proximidad a los cuerpos y esa movilidad aparentemente mucho más libre para rodar, especialmente en interiores. La capacidad expresiva y accidentada de las imágenes resultantes permite que el montaje juegue con las distintas cámaras: mientras algunas imágenes son parte del rodaje, otras (de diferencia imperceptible) proceden de las cámaras caseras de algunos invitados. El poder de la imagen nos hace, pues, ser tan partícipes del ritual de la boda y sus prolegómenos como cualquier otro invitado a ella.

 

El pretexto de la boda de la hermana mayor sirve a Jenny Lumet para relatar a un personaje condenado a la tragedia en una historia personal llena de infortunios. La joven Kim, que sale de una clínica de desintoxicación al comenzar el relato. La confrontación entre esa chica en crisis que acaba de escapar de su adicción y la vuelta a un hogar que encuentra en los preparativos de una boda multicultural su expresión cotidiana es la propuesta más especial que regala el filme.

 

Conforme el relato va desplegando sus lazos narrativos, con originalidad y frescura (y una dureza que resulta hiriente en muchos momentos, pues ésta aparece en un contexto aparentemente idílico) descubrimos que la película, en realidad, quiere hablar de algo más profundo. Se trata de la reconstrucción de una familia que ha perdido a su hijo menor en un accidente y para los que la boda, un acontecimiento que supone un punto de inflexión vital para todos, reaviva esos sentimientos y todos los miedos y obstáculos sin vencer del pasado.

 

No es la relación entre hermanas o familiares lo que interesa aquí, pues los personajes en la mayoría de los casos o quedan demasiado estereotipados o son tan pintorescos que desconforman el relato (amén eso sí, de algunas espléndidas actuaciones, como la fuerte presencia de Anne Hathaway en su mejor papel protagonista) Lo interesante es descubrir ese proceso de reconstrucción a través de un personaje que siempre es evocado, a través de los diálogos de los demás, y de cómo esa ausencia, esa pérdida, determina la vida de todos los que le rodean.

 

Valiente y fresca, original, pura y atrevida, ‘La Boda de Rachel’ se abandona por momentos en admirar con naturalidad los rituales que preceden a la celebración del matrimonio: desde los interminables brindis familiares hasta las discusiones de familia.

 

La representación natural, casi desde una mirada paternal o divina, es el mayor aliciente de la visión de su autor hacia sus personajes, aunque Demme consiga no ser pretencioso pero siempre pedante. Esos momentos, en que los bailes son los protagonistas y la banalidad o la cotidinadidad se superponen a la trama, hacen que la historia adquiera verdadera relevancia, pues se trata de un drama cargado de absoluta veracidad, con la única trampa de contener a unos personajes dibujados para propósitos concretos y que contienen ciertas trampas narrativas, necesarias para que la minúscula trama avanzara.  

 

Una película inteligente y emotiva que huye de sentimentalismos fáciles y que, a través de una dureza y un realismo apabullantes, consigue alcanzar la mayor de las bellezas.