Super 8 (J.J. Abrams, 2011)

Ante la mediocridad generalizada que vive el cine contemporáneo, es muy difícil que no se instaure en el espectador la terrible idea de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Terrible, porque permite a los jóvenes creadores del presente traficar con aquellas viejas ideas y que eso nos impulse a salvar sus obras de la quema. Nos han hecho creer que un filme que nos haga recordar a aquella época en la que sí nos dejábamos sorprender por el cine ya basta para que la consideremos una gran película.

Super 8 no sólo trafica con esa idea, sino que es la base argumental de toda su propuesta. Revisitar el cine infantil de los años ochenta con una ausencia de pudor en el uso de sus referentes que la sitúa no pocas veces del lado del puro plagio más que del sentido homenaje. Estamos frente a una nueva E.T., pero también frente a los Goonies, al cine infantil de toda una generación, al imaginario de una época que aquí aparece tan representada como resucitada.

J.J. Abrams quizás sea el rey del audiovisual televisivo, pero cine y televisión nunca han sido la misma cosa, y el director cree poder utilizar los mismos códigos formales con la misma desidia con que los usó en las series televisivas. Todo se convierte por arte de magia en plano-contraplano, y los diálogos entre los niños (de lejos lo mejor de la propuesta) termina sumido en un festival de cabezas parlantes fruto de una planificación puramente televisiva.

Sólo se salva el brío visual que otorgan esos planos con grúa que terminan en un forzado primer plano, la marca de la casa de Spielberg en aquella época en que los referentes de Super 8 fueron filmados, aquí productor de la cinta. Ningún detalle narrativo nuevo por parte de Abrams. Lo cual induce a plantearse algunas cuestiones. ¿Es justo copiar el argumento y la narrativa visual de un Spielberg que abandonó hace mucho tiempo esas herramientas para convertirse en un creador de mayor envergadura? ¿Tiene algún interés que no sea el puramente comercial trazar una película bajo unos procedimientos que su propio creador considera caducos?

Lo importante en Super 8 no es el argumento, sino las apariencias, la capacidad de revivir una época, la capacidad de producir esa sensación de inevitable nostalgia. Todo queda impostado en Abrams porque esa recreación no está en un segundo plano sino que es siempre protagonista. Cintas de cassette que ocupan el plano y entorpecen la narración. Para Super 8 la recreación de la época va incluso antes que la historia que quiere contar.

Porque, en el fondo, ¿qué historia quiere contar? Lo mejor de todo es sin lugar a equívocos el casting infantil, y las entrañables relaciones entre ellos. Pero la historia de un alienígena que anda suelto por el pueblo resulta del todo impostada. ¿Por qué introducir una trama político-militar en Super 8? ¿Tan sólo porque en E.T. también la había?

Si en el cine de los años ochenta la presencia de los adultos venía a significar el mundo de las prohibiciones y de todo lo que no entendíamos, aquí los padres tienen un desarrollo de personajes tal y como si fueran uno más de los niños, prueba de que J.J. Abrams no termina de saber lo que está contando. De nuevo la sensación es que debemos considerar buena la película no por lo que cuenta, sino por lo que nos traiga a la memoria de nuestro pasado.

A pesar de todo, impostados o no, Super 8 regala algunos de los planos mejor filmados de todo el curso cinematográfico. La secuencia inicial en la estación de tren es prodigiosa tanto en su planificación como en su resultado final, dotada de la estética que el operador Larry Fong, aventajado pupilo de Janusz Kaminski, ha impregnado a toda la película con acertado criterio. De esa belleza visual, su mayor virtud, emanan definitivamente todas las delicias del filme.

Elle Fanning es el otro nombre propio. La niña continúa su meteórico trayecto hacia un prometedor estrellato, y ya ha regalado al cine no pocas actuaciones estelares a través de una inteligente selección de trabajos. El cine le ha devuelto el favor haciéndola inmortal. Su hechizante presencia y la naturalidad de sus gestos salvan no pocas secuencias de la película.

Michael Giacchino sin embargo corre aquí la misma suerte que su director. La música del filme es narrativamente tan forzada como el fallido argumento que propone. Todo está construido en base a que la música aporte todo el ritmo cinematográfico que ni su argumento ni el montaje han sabido generar. Super 8 puede pasar lagunas de incluso treinta minutos sin que ocurra nada, justo en una película en la que “ocurrir” lo es todo.

Es una lástima que el sabor de lo vivido sea agridulce. No nos dejemos engañar por una película sólo porque nos hayan dicho que está rodada con corazón de niño. Eso no hace permisivas todas sus lagunas. Siempre será mejor revisitar una película clásica que una del presente que nos haga recordar a las antiguas. Siempre. Lo único que nos recuerda de verdad Super 8 es que el cine de entretenimiento lleva perdido y sin rumbo desde hace treinta años.