Stockholm (Rodrigo Sorogoyen, 2013)

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Stockholm empieza siendo una bonita estrella fugaz, que se revela como peligroso meteorito conforme se va acercando a nosotros. Empieza siendo una película amable, liviana, en la que los tópicos del flirteo amoroso no dejan de rezumar cierto encanto, con la complicidad de la versión nocturna y engalanada de la ciudad que invita a hacer posibles todas las historias.

El film plantea el reverso del clásico juego de seducción y su cara amable. En el calor del glamour que proporciona el ambiente nocturno, Él está dispuesto a todo para conquistarla. La conversación les lleva calle abajo y, más tarde, se pierden juntos por la ciudad. Ella accede, finalmente, y el amanecer se transforma en epicentro del relato en tanto que, a partir de entonces, la historia se sucede de igual manera sólo que a la inversa. Ahora es Él quien desea desaparecer y es Ella quien quiere continuar el juego, amparada por los primeros rayos de sol.

De su estructura nacen los mayores encantos y no pocos hallazgos, especialmente en una segunda mitad que revela los peligros que subyacen bajo el mundo de apariencias de la gran metrópolis y su salvaje egocentrismo, capaz de ahogar todas las relaciones humanas. Allí se convocan, juntos y al mismo tiempo, a todos los fantasmas del miedo al compromiso y de las desilusiones que llegan con la edad adulta. Ella comienza a revelar sus problemas interiores, esos que se esforzaba tanto en ocultar durante la noche, hasta que se deja arrastrar por ellos. Él ha dejado de ser el chico encantador que era unas horas atrás y su único deseo es perder de vista a su invitada.

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La propuesta estética de Stockholm responde a sus necesidades narrativas con brillante sencillez, y un notable ejercicio de planificación permite el discurrir fluido de las escenas aún en el espacio cerrado y monótono del pequeño piso del estudiante. En ese sentido, la evidente sobreexposición en algunas escenas diurnas tiene incluso sentido cuando el relato se enfrenta al retrato de dos jóvenes que no soportan encontrarse cara a cara con su propia realidad. Como si se tratara de dos seres vampíricos, la luz les molesta en tanto que les obliga a revelar todas sus miserias.

Lo que está a punto de echar por tierra las bondades de Stockholm son algunos procedimientos a los que la película se ve sometida, quizás por una cierta ingenuidad en la autoría de Rodrigo Sorogoyen o, tal vez, por un mayúsculo deseo de trascendencia que choca con el espíritu de lo narrado. Stockholm es una película pequeña, y su discurso es más poderoso cuanto más sencillo se siente, cuanto más inofensivo parece y cuanto más partido saca de lo espontáneo, de lo casual.

Los problemas llegan cuando el guión y sus diálogos absorben, definitivamente, todo el protagonismo de la cinta, y Stockholm ve reducido su avance la obligación de una réplica continua, siempre veloz y suspicaz, entre los dos amantes. La sensación de espontaneidad desaparece pronto y la impostura hace su aparición. Los diálogos se amontonan, se agolpan en la boca de los actores, cuyos personajes pareciera que nunca piensan: sólo recitan. Para alcanzar la perfección del relato circular que persigue Sorogoyen, esos diálogos se ven sometidos a un forzado cada vez más evidente que conduce a una peligrosa ausencia de naturalidad. Lo que en la primera mitad parecía una crítica a las palabras impostadas de los coqueteos nocturnos, se revela más tarde como la carencia más acusada de una película que, desde su propia génesis, debe vivir por y para las conversaciones de los amantes.

En ese sentido, Stockholm genera un choque casi insalvable entre las ambiciones de aquello que desea contar y una cierta ingenuidad con la que realmente se narran los acontecimientos. Cuando la película revela por fin el auténtico drama que se esconde tras sus amables coqueteos, es demasiado tarde para detener la presencia de una impostura que se ha hecho con las costuras del relato. Ni siquiera la intensa, cautivadora mirada de Aura Garrido ni la naturalidad de Javier Pereira son ya capaces de sostener el edificio. O, tal vez, esa fue siempre la intención desde el principio: para contar las mentiras que construyen el mundo de los adultos, el cuento se ve obligado también a mentir.  

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