Star Trek: En la oscuridad (J.J. Abrams, 2013)

Posiblemente, J.J. Abrams le deba más a Robert Wise o a Leonard Nimoy que a Steven Spielberg. Al menos en el terreno que intenta conquistar aquí el realizador. Su película debe luchar contra dos obstáculos que se han convertido en el mayor de los enemigos de esta nueva Enterprise.

Por una parte, el presente acercamiento al universo Star Trek no propone ese reinicio con el que las majors quieren dar sentido a la franquicia moderna, sino un regreso al pasado. Convertir una nueva de generación de películas en la precuela de toda su herencia, lo que plantea una realidad difícil de esquivar en una película que busca la emoción intrépida y tratar de conmover a través del destino incierto de sus personajes.

Y ese es el primer obstáculo: el destino del Capitán Kirk o de Spock puede ser de todo menos incierto. Conocemos sus aventuras futuras y, por tanto, también sabemos que sobrevivirán a cualquiera de estas inéditas travesuras de juventud. ¿Cómo lidiar entonces con una película que trafica continuamente con la idea de la muerte de sus protagonistas, buscando la complicidad participativa del público?

Y, al mismo tiempo, para la pervivencia de la saga en el hostil universo del audiovisual contemporáneo, Star Trek: En la oscuridad debe enfrentarse a las clásicas exigencias de los tiempos modernos. La película se vuelve esclava, en cierta manera, de un guión de manual que debe dar paso a secuencias de acción en el momento exacto con la precisión de un reloj suizo, o bien un diálogo con el que los personajes respiren, o bien el pertinente viaje interestelar, según las imposiciones de una fórmula que determina lo que debe ocurrir en cada minuto.

La mayor de las generosas habilidades de Abrams, y también la mayor virtud de la película,  es la de sortear esas barreras y subvertir aquella herencia con el objetivo de que pasado y presente puedan dialogar entre sí sin entorpecerse mutuamente. El encantador espíritu que ha dado vida a la franquicia desde su comienzo, ese que convocaba el relato inteligente junto a una cierta ingenuidad del acercamiento a la ciencia-ficción de corte infantil, sigue vivo y presente cuarenta años después.

“Ya arreglaremos eso en el montaje”, señalaba Godard en torno a una cierta manera de solucionar los problemas del rodaje y trasladarlos a posteriores fases de producción. Esto es, disfrazar las lagunas de la puesta en escena convirtiendo un proceso de cierta vocación artesanal en una monótona cadena de montaje. Aquella famosa frase, del todo inefable, ha terminado transmutándose en un no menos arraigado “Ya lo arreglarán los efectos visuales”.

La abrumadora evolución del efecto especial en la gran superproducción americana ha creado imágenes de impecable belleza, pero también ha puesto en crisis el protagonismo de aquellos planos que no necesitan piruetas visuales de última generación. Mientras la secuencia en la que la Enterprise emerge del fondo del mar en un planeta desconocido hace gala de un encuadre preciso y preciosista, los primeros planos a los actores resultan anodinos en comparación con el cuidado que se le presta a la escena grandilocuente. Curiosa forma de planificar una película en la que el desarrollo de personajes es, en realidad, el motor del relato.

Es posible que, en el fondo, la mayor de las fisuras de la película se encuentre en el tratamiento de su banda sonora. La lamentable omnipresencia de la música como elemento motriz continúa asentada como estándar en la industria. Una práctica detestable que convierte un importante elemento narrativo en un mecanismo de relleno nada comunicante. Michael Giacchino retoma nuevamente, además, los temas musicales de las películas anteriores para los títulos de crédito finales, convirtiendo en rutina lo que antes era un guiño divertido. Es posible que el compositor se equivoque en el tono autoparódico con el que trata a su propio tema principal, y la diferencia es sutil pero muy importante: mientras todo lo visual parece focalizado en torno al respeto de la franquicia, en la banda sonora hay una cierta carga humorística que desborda irreverencia y pone en duda, en más de una ocasión, el tono épico con el que intenta discurrir la película.  

Las fisuras en el filme de Abrams no están ocultas, sólo que se contrarrestan unas a otras a golpe de rayo láser. El ritmo vertiginoso del montaje elimina toda cuestión sobre decisiones de puesta en escena, el sonido disipa toda discusión en torno a la banda sonora. La necesidad de matizar su éxito responde sólo a la pertinencia de situar en el lugar que corresponde a una franquicia que ha sabido adaptarse al tiempo en el que aún resiste. Star Trek: En la oscuridad ofrece la continuidad del discurso superheroico reciente y de la época de descreimiento político en la que ha renacido. Como sus coetáneas, la oscuridad que propone y el decepcionado retrato de los máximos dirigentes ocupa un importante lugar en el relato. La ficción vuelve a ser fiel reflejo de los tiempos en los que se desenvuelve la realidad.