Spring Breakers (Harmony Korine, 2012)

Con aquel gesto en el que los adolescentes del cortometraje Snowballs (2011) se vestían con ropas indias e instalaban su tienda de campaña en medio de la ciudad, Harmony Korine había manifestado ya la mayor expresión de su cine. En ella, el gesto reivindicativo parte desde el modelo social, al que sólo puede acercarse desde el cambio radical, para poder llegar a la verdadera transformación que tiene lugar en el interior de los protagonistas.

Casi podría decirse que ocurre lo mismo en Spring Breakers, sólo que a una escala y profundidad mayores y bajo un dominio no ya narrativo, sino de todo cuanto surge en la escena y de cómo aparece fotografiado. En ese sentido, la película parte de un abrumador sentido de lo visual para poder penetrar en la mente del espectador moderno, como si ante la avalancha de imágenes de la televisión, llena de cuerpos desnudos y deslumbrantes luces de neón, Spring Breakers se construyera a sí misma partiendo desde ese lenguaje tal y como haría un caballo de Troya, o quizás de forma más certera, como si se tratase de un virus.

Partiendo de la historia de cuatro amigas que viajan a la costa para divertirse y ponerse a prueba durante sus vacaciones, la película viaja al terreno de lo sensorial desde su mismo inicio para reflejar la necesidad del hombre (y de la mujer) de construir su realidad a partir de la ausencia de ésta, o dicho de otro modo, de evadirse continuamente de sí mismo en una huida sin retorno. Spring Breakers parece albergar olores, colores y sabores más que ninguna otra película contemporánea, lo que le da sentido a la fascinación por los lugares y al devaneo hedonista de las chicas en una aparente búsqueda del placer.

Pero también hay reflexión, pues su hábil montaje sortea la velocidad a la que narra ciertos momentos con una doble exposición de las escenas, que invitan de manera privilegiada a volver a revivir los hechos, o al menos a repensarlos, como si la película ofreciese un punto de fuga a sus protagonistas para que pudiesen escapar, a través de esa repetición, de su propia espiral anárquica y decadente. Cuando la película de Harmony Korine comienza a utilizar esa revisitación de lo acontecido revela que las chicas de Spring Breakers quizás hayan cambiado las ropas indias por bikinis y la tienda de campaña por una ciudad diferente y paradisíaca pero su deseo de encontrarse a sí mismas permanece. Un reencuentro consigo mismas a partir de la autodestrucción de su propio universo.

Bajo esa perspectiva, la película se transforma progresivamente en un viaje mitológico hacia el descubrimiento, en una travesía onírica en la que se pretende encontrar la guarida de los demonios interiores y acabar con ella. ¿Puede haber más ambicioso contenido en una película de aparente ligereza, llena de imágenes deslumbrantes?  Por el camino las protagonistas encuentran a un Alien (James Franco) que se convierte en el origen, en el padre protector. La travesía les llevará tanto a desprenderse de ese origen, para poder alcanzar el otro lado, como a tener la valentía de adentrarse en la caverna y al mayor de sus enemigos, que no es sino el reverso de una misma cosa (“antes éramos grandes amigos, pero ahora es mi mayor enemigo”).

Por eso cobra un especial sentido que las chicas vayan abandonando la travesía y regresando a casa, rindiéndose, como si se sintieran incapaces de afrontar esa lucha consigo mismas y llegar a la otra orilla. El regreso a casa de algunas de ellas refleja de una manera poderosa la capacidad de la película para transmitir el miedo del puro sentido vital y de la ausencia de significado, y ese miedo contagioso no se traduce en búsqueda sino en refugio. Sería interesante observar la manera en la que Harmony Korine trata los dos extremos, el del encuentro con la fe y el hedonismo, para comprobar que el trabajo del realizador no es el de ofrecer respuestas sino el de poner en duda el lado oscuro de ambas, el de la prohibición absoluta en una y el libertinaje absoluto en la otra, tanto como de defender ambas posturas, y entender así que lo que ama el autor no es otra cosa que el encuentro con las personas y denunciar que éstas abracen y acepten aquello que les impide avanzar, independientemente del camino que escojan.

Lo que le importa es el encuentro de esas mujeres con la serenidad de su espíritu, y no juzga la decisión personal que les haya llevado a esa catarsis. La aparente ausencia de moral en la película de Korine es uno de sus materiales más poderosos, puesto que lleva al film a la sensación de total libertad, que no libertinaje. El miedo que se siente en esa tierra de nadie lleva a unos personajes a la huida y a otros al encuentro con el demonio final. Si las mentiras telefónicas de las chicas están presentes en off durante toda la película es para hacer hincapié en la soledad del individuo a la hora de enfrentarse consigo mismo

El plano secuencia que tiene lugar durante el robo que perpetran las cuatro chicas y que detona el comienzo de su espiral de autodestrucción evidencia que la decisión de un montaje frenético no está reñida con la capacidad narrativa del plano largo o de la mirada profunda. No conviene confundir ambas. La poderosa fotografía de Benoît Debie invita a que ese trabajo de edición se ralentice sin llegar al ensimismamiento, pues cada plano es tan hermoso y cargado de colores fuertes que apenas tiene importancia pasar de uno a otro y conseguir los mismos climas. Es la apasionante textura de un cineasta de lo visual, que ha convertido su película en la representación de un sueño a través del cual se filtran las peligrosas capas del subconsciente. 

Convendría también pararse a encontrar los pocos momentos en los que no hay luces de neón ni fotografía nocturna en el relato, sino la luz natural que proviene de unas puestas de sol fotografiadas en esplendor de su belleza, porque mientras en la noche tiene lugar una batalla, la luz del día ilumina la ausencia de sentido. Allí tiene lugar el momento de comunión con el padre, cantando en torno al piano una canción de Britney Spears. A través de esos falsos ídolos y de la falta de sentido de una letra que no les dice nada, Harmony Korine justifica la necesidad de una huida. La belleza fascinante de sus imágenes hace soportable el descenso al más profundo de los infiernos.