Her (Spike Jonze, 2013)

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Si poner los sentimientos en palabras es ya una tarea delicada, no lo es menos el hecho de intentar hablar de una película que tiene en el universo de las emociones su tema principal. Para poder reflexionar sobre cuestiones del todo íntimas, con las que el espectador pueda identificarse de manera inmediata, Her nos empuja a responder ante ella desde lo emocional, allí donde la visión objetiva es improbable.

Pero la película no explota sus temas intentando aprovecharse de una complicidad ciega, sino que utiliza ese poderoso sentimiento de empatía para hablar, como quizás ninguna película lo haya hecho antes, sobre nuestro presente, sobre el modo en que vivimos la afectividad en un mundo tecnificado y sobre cómo nos afecta directamente ese mundo virtual que gira a nuestro alrededor, cada vez más amplio. Her sortea el tono crítico (porque quiere hablar de amor, no de sociedades distópicas) situando a su personaje en un futuro cercano, pero abraza una proximidad tan inmediata que su salto temporal bien podría ser el de un solo día.

¿Acaso no nació la ciencia-ficción bajo el espíritu de servir como parábola del propio presente en el que es concebida? Bajo esa perspectiva es la película más cercana en todos los sentidos del término: cercanía como reflejo en el presente, pero también cercanía emocional, calidez afectiva.

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Theodore (Joaquin Phoenix) encuentra en una inteligencia artificial la compañía perfecta que le ayude a superar una dolorosa separación en el mundo real, pero pronto deja de haber distinciones. Samantha, la voz que le acompaña a través de sus auriculares, se ha convertido en una presencia tan real que la idea de una relación virtual ya no es en absoluto descabellada.

Mientras la película se encarga de desdibujar los límites entre la relación real y la artificial, en tanto que las emociones en ambos casos son del todo reales, Spike Jonze se interesa por una de las imposibilidades más sugerentes del presente: representar el mundo virtual es una absoluta quimera, no ya por su naturaleza inmaterial sino sobre todo por su incuestionable vacío, por su incapacidad de asemejarse a lo real en tanto que experiencia vital completa. La más poderosa prueba de ello (en una escena que debería formar parte de lo más importante del cine contemporáneo) es aquella en la que, ante la relación sexual de protagonista e inteligencia artificial, sólo cabe la pantalla en negro en tanto que no hay sublimación posible de un acto que no está teniendo lugar realmente.

Samantha tratará de alcanzar esa sublimación a partir de sugestivos elementos de sustitución o suplantaciones de identidad, en las que una doble intenta ocupar la ausencia del cuerpo y, mientras, Theodore camina a solas por un mundo real en el que ya no hay interacción posible. Visto desde esa perspectiva, Her podría ser la película de un hombre que espera, pacientemente, a la materialización de una persona que no existe. La ternura de su tono no puede evitar traslucir una cierta melancolía por el mundo al que se acerca. Al revelar la absoluta indefensión de los personajes que ha concebido, no puede evitar compadecerse de ellos.

Es curioso que el espectador medio ataque, con salvaje frivolidad, los postulados estéticos en torno a la imagen de postal de autores como Terrence Malick y que, sin embargo, alabe aquí la belleza de las imágenes en las que Theodore recuerda su relación del pasado cuando, además, las primeras persiguen la comunión irrepresentable entre los sentidos y el espíritu mientras que las segundas escenifican el más adocenado y recurrente de los flashbacks. Spike Jonze, consumado creador publicitario, vuelve a servirse de mecanismos reduccionistas y resoluciones cómodas con los que simplificar las complejidades que generan los temas que aborda. Cuanto más universal se vuelve su mensaje, también se revela más efímero, menos comprometido. Son las pequeñas grietas de un film ensimismado que, inconsciente de sus limitaciones, se ha atrevido a iluminar el universo interior de un solo individuo. 

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