Sígueme el rollo (Dennis Dugan, 2011)

Es lastimoso comprobar cómo el binomio Dennis Dugan / Adam Sandler ha terminado por afianzarse como fórmula infalible de la nueva y adocenada comedia americana. Productos que no se avergüenzan de su mal gusto, de su refrito de ideas, de su humor zafio nada inteligente, de creer que la mentira sea el motor del mundo ni de sus historias previsibles y sin interés.

La filmografía de Dugan ha fortalecido siempre esa filosofía del culto al cuerpo, de lo grotesco y lo vulgar como único recurso para hacer reír, del defecto físico para buscar la carcajada y de los atributos físicos como fondo de belleza de sus personajes.

Que sea el terrible Adam Sandler además el adalid de sus inofensivas propuestas termina por conformar la imagen de un subproducto vendido como un gran acontecimiento, de atracción de feria presentada en forma de gran obra. No es por tanto tan malo el que existan este tipo de parásitos en su género, sino el que se conciban como el entretenimiento definitivo. No son pocos los argumentos, tanto propiamente cinematográficos como incluso educativos, que convierten a Sígueme el rollo en algo deleznable.

Tampoco resulta sorprendente que la presencia de Jennifer Aniston salve la función por momentos, aportando el único encanto que puede apreciarse en la cinta. Su naturalidad y su fuerza en pantalla consiguen que asistir a la enésima transformación de enemigos a enamorados acabe siendo tan dulce como esperada.

El cameo de Nicole Kidman en un papel hecho con ridiculez a conciencia nos ayuda a recordar dónde nos encontramos realmente. En ese papel de mentira interpretado por una actriz que parece estar riéndose por primera vez de sí misma, alguien consigue situar al film en el lugar que le corresponde: el espejismo de lo mediocre jugando a parecerse a una película de verdad.