Summer Wars (Mamoru Hosoda, 2009)

No sorprende en absoluto que la nueva película de Mamoru Hosoda alcance las cotas de maestría, de densidad argumental, de ligereza narrativa, de espectáculo y de fuerza emocional que la suntuosa Summer Wars.

El director ya había hecho, en la primera oportunidad para llevar a cabo un proyecto personal, una obra única y preciosa, un retrato auténtico de la adolescencia en su soberbia La chica que saltaba a través del tiempo. Si allí lo intimista era el punto de partida para contar historias profundas a través de lo cotidiano, Summer Wars aparece sólo tres años después de aquella para edificarse sobre esos cimientos de lo íntimo y lo sencillo formando una historia de proporciones épicas.

A partir de un relato familiar, la película multiplica la riqueza de historias corales y entrelazadas sin perder nunca esa capacidad pasmosa para perfilar cada personaje con sencillez y profundidad en apenas unas pocas pinceladas. Lo íntimo y la epopeya se unen cuando la simple reunión de una familia para celebrar el cumpleaños de la abuela dispara todas sus líneas narrativas.

Pero Summer Wars no es solamente una historia costumbrista sobre las relaciones de diferentes generaciones en el Japón de la era contemporánea. A la vez que sucede el cumpleaños, y con él los choques entre los miembros de la familia, acontece un importante problema técnico en la red social más importante del planeta, aquella que ha terminado por convertirse en una vida virtual más importante incluso que la real.

Se trata de una película importante en tanto que es capaz de hablar de nuestro tiempo presente como ninguna otra, sobre cómo las redes sociales han acabado dominando nuestro entorno, sobre cómo un problema en ellas desestabiliza también nuestra realidad, y sobre cómo la velocidad de nuestro ritmo de vida termina por ahogar las cosas realmente importantes y relegarlas a un segundo plano de nuestra existencia.

La vida real y la virtual, simbolizada a través de un mundo imaginario, confluirán a través de dos líneas narrativas y dos universos estéticos muy diferenciados pero siempre hermanados entre sí, formando un díptico que avanza en paralelo y del que no puede entenderse uno sin el otro.

La importancia del vínculo familiar y sus raíces es el tema central del relato, apoyado en la figura de la abuela que siente presenciar sus últimos días y en unas rencillas familiares que permanecen hundidas en lo profundo pero que aún así no son razón suficiente como para no considerar el vínculo como algo sagrado.

El mundo real por tanto remite al cine de Yasujiro Ozu, nada menos, y en sus secuencias puede encontrarse tanto el universo intimista del cineasta japonés como el humor constante y el tono entrañable siempre presente en el cine de Hosoda, cuyo poder para identificar al espectador con sus personajes ayuda a sentir la familia como nuestra propia.

Y por su parte, el mundo virtual bien puede inscribirse con letras de oro en la historia de las mejores películas futuristas y del cine de acción. Su estética plantea su paralelismo con la realidad y las personas que lo utilizan pero también el sentimiento utópico y la vacuidad de un espejismo informático que no puede funcionar sin la buena voluntad del ser humano.

Yasujiro Ozu y Satoshi Kon en la misma película, referentes imposibles unidos en una sola historia. Cine costumbrista y cine del futuro aliados. El pasado, que lucha para que sus ideales no caigan en el olvido, y un futuro que se ha construido a sí mismo bajo la ausencia de valores humanos, se unen aquí para construir quizás la epopeya definitiva de nuestro presente.

Summer Wars por tanto reivindica la humanidad en un mundo tecnificado, el encanto del encuentro personal contra las relaciones virtuales del presente. Hablamos de una obra maestra cuando la épica del discurso no ahoga nunca ninguna de las historias íntimas, y en tanto que ambos mundos confluyen perfectamente en armoniosa unidad.

En medio de batallas virtuales, de mundos imaginarios, de avatares personalizados, de perfección visual y estética en una red social casi perfecta, Hosoda posa la mirada sobre los juegos de mesa que mantienen unida la familia, sobre las bromas y los gestos de unión, sobre esos detalles que acaban formando a la persona y construyendo sus ideales tanto como sus recuerdos.

El director se empeña en querer recordar que lo importante en ese universo tecnificado deben seguir siendo las personas, y no la propia tecnología.

La música de Akihiko Matsumoto es otro milagro. Pocas películas sin un leitmotiv musical definido han conseguido amplificar el valor de su intensidad narrativa a través de un universo sonoro tan dispar. El riesgo y la constante inventiva de una banda sonora muy peculiar intensifican la sensación de encontrarnos frente a algo diferente, frente a una película única en su género, frente a un verdadero acontecimiento.

No sorprende que cada uno de sus personajes resulte atractivo, que la lucha contra el virus del mundo virtual sea emocionante, ni que el amor surja de encontrar la confluencia de los ideales personales y no de la atracción física. Lo que sorprende en Mamoru Hosoda es el enorme salto que ha dado su cine de un título a otro.

Si La chica que saltaba a través del tiempo era una obra de arte por retratar aquel tímido universo femenino de la adolescencia con tanta delicadeza y pureza narrativa, Summer Wars tiene el sabor de la arquitectura narrativa más grande jamás construida. Lo más hermoso de todo es encontrar que incluso en ella los sentimientos siguen siendo lo más importante.