Código fuente (Duncan Jones, 2011)

La segunda película de Duncan Jones confirma, por fin, algunas certezas sobre el discurso que ya ha tomado la filmografía del director. Tanto en Moon como en Código fuente la ciencia-ficción es el punto de partida, en relatos que conjugan el realismo con premisas imposibles para después ser retorcidas a través giros argumentales que generen sorpresas constantes.

Será por tanto un cine necesariamente menor, divertimentos repletos de sorpresas que Jones construye bajo una solidez envidiable. En su capacidad para dotar de fuerza, consistencia y credibilidad a esas historias donde lo fantástico es siempre protagonista debemos encontrar la principal virtud del autor como cineasta.

Se ha querido ver una revisión futurista de Atrapado en el tiempo en este filme en el que un soldado debe averiguar quién ha puesto una bomba en un tren viajando continuamente al pasado para revivir los últimos ocho minutos antes de la explosión. El parecido con 12 monos sería más razonable, no sólo argumental sino también estético, por algunos escenarios claustrofóbicos que se plantean y que lo acaban emparentando con el cine de Terry Gilliam.

El cine de Jones es, sin embargo, indudablemente más simple. En el camino hacia la resolución del misterio, Jake Gyllenhaal se acaba enamorando de una pasajera del tren. La carga dramática del filme se bifurca hacia el dilema entre gastar el poco tiempo para descubrir al culpable o salvar, simplemente, a la chica que ha conocido.

La relación entre la pareja protagonista en el filme no dista mucho de la que mantiene Duncan Jones con el espectador de su película. Michelle Monaghan no deja de preguntarse, atónita ante las acciones de su acompañante, qué misterio esconde Gyllenhaal bajo ese semblante preocupado y amenazador.

El espectador, a su vez, se pregunta el porqué de esa afectación constante y sabe que su director esconde más de un as en la manga y los adivina poco antes de que éstos hagan su aparición. La sorpresa vendrá no cuando se revelen, sino tras comprobar que la película suele decidir su trama a través de las soluciones más evidentes.

Puede que la película no sea perfecta en cuanto a su tratamiento del género, por sus resoluciones descafeinadas, y porque la película quiere continuar atando cabos de manera absurda aún cuando su trama ya se haya resuelto. Sin embargo la película logra mantener una tensión y un interés que no decaen en ningún momento. El problema del cine de Jones acaba siendo otro muy diferente.

Puede que lo que convierte a las dos películas del realizador en filmes menores no sean sus argumentos absurdos o sus devaneos con las ideas de la serie B más desprejuiciadas. Lo que las hace ligeramente fallidas es su constante solemnidad. La sensación de que no hay espacio para el humor en películas que precisamente están concebidas como un divertimento despreocupado y fantasioso.

Quizás las pretensiones del autor por ser considerado un director de renombre ahoguen el tono adecuado de sus películas a través de un falso e innecesario dramatismo presente en todo lo que ocurre.

Tal y como le ocurre a Gyllenhaal al revivir la explosión del tren una y otra vez sin dar con el verdadero asesino, el cine del hijo de David Bowie se encuentra por el momento en la misma situación, en la búsqueda de un misterio que no acaba de resolver. Sus pretensiones chocan de bruces con una explosión de creatividad que, a pesar de lo sólido de sus cimientos, no le ayudará nunca a encontrar el verdadero camino hacia el asombro.