Desde que firmase el atrevido guión de Escondidos en Brujas (2008) y dirigiera la película, Martin McDonagh ha alcanzado un innegable estatus como autor de cierto cine gamberro. El antes dramaturgo ha seguido en el cine la estela evidente de escritores-directores como Quentin Tarantino, sólo que emplazar sus historias en destinos exóticos le ha ayudado a esquivar ese tipo de comparaciones para acercarlo a una nueva autoría de discutible identidad propia.
Como todo cine concebido por guionistas, el mayor de los atractivos aquí es la creación de personajes y las situaciones extremas a las que son expuestos. Pero esa concepción irreverente de lo cinematográfico no se queda en la superficie, sino que afecta al propio relato y explora los límites de unas normas estructurales para intentar transigirlas. No acercarse a una propuesta como esta bajo ese ejercicio de exploración metanarrativa puede dar como resultado una experiencia decepcionante, pues en su superficie el desarrollo de sus elementos juegan un papel camino de lo convencional que puede asemejarlo, de manera equivocada, con una película de segunda fila.
El otro gran tópico del cine de escritores es también convocado. El personaje principal es, en realidad, el propio guionista enfrentándose al acto creativo de la escritura. La historia toma forma a medida que avanza la película y viceversa. La excusa de querer encontrar a siete personas que respondan al perfil de un psicópata permite a McDonagh crear toda una fauna de personajes imposibles, con el objetivo de que el espectador se divierta tratando de identificar cuáles son realmente los siete psicópatas y cuáles son personajes accidentales. El guión como juego.
La mayor de las virtudes, tanto de la película como del guión, es descubrir la confrontación de un personaje frente a otro, cómo sus necesidades dramáticas confluyen débilmente y ese punto de partida sirve para encontrarlos y provocar el conflicto que generan los polos opuestos. De ese modo, puede que la mejor escena sea aquella en la que Woody Harrelson acude a una habitación de hospital para solucionar el absurdo gancho que ha unido su destino con el de otro de los protagonistas de la ficción. Ese encuentro permite la existencia de una escena superior al resto.
El problema aparece cuando la película no desea continuar ese caos narrativo de mcguffins imposibles y enfrentamientos directos entre personajes, sino que intenta confluir todas las historias en un final grandilocuente que le permita el análisis y la crítica de cada uno de los puntos del guión comercial convencional que han esclavizado al género en las últimas décadas. La crítica queda patente, aunque también es fácil advertir que la propia película no sabe escapar de aquellos mismos elementos que trata de poner en duda.
Al igual que en Escondidos en Brujas, la puesta en escena es estilizada, amante de la interpretación del actor y empeñada en la pirueta visual que vincule lo filmado con ese cine irreverente de fácil acceso y escasa capacidad reflexiva. En otras palabras, y como ocurría en la obra anterior, queda la impresión de que hubiese sido una maravillosa película dirigida por otras manos, cuando la materia literaria se transformara en auténtica narración cinematográfica y escapase del estéril alcance que ofrecen las limitaciones del guión filmado.
Excelente plantel actoral que, de manera imperceptible, hace creíbles unos personajes intencionadamente absurdos, caricaturas de difícil representación. Especial mención merece un Christopher Walken que se encuentra en un soberbio estado de gracia, y que ayudado por la oportunidad de encarnar al mejor personaje de la función firma su mejor año a nivel interpretativo en las últimas dos décadas. La generosidad de Walken frente a sus compañeros de escena arroja aún más luz sobre las aristas de una película irregular. Mientras el mejor actor de todos los que pueblan este absurdo cuento de mafiosos de tres al cuarto sabe hacerse a un lado para que sean otros actores los que puedan lucirse, el guión de Siete psicópatas quiere ser siempre el protagonista, incluso por encima de la propia historia que cuenta.