Rompenieves [Snowpiercer] (Bong Joon-ho, 2013)

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Convendría recapacitar sobre si, a tenor de sus trayectorias cinematográficas, el salto a Hollywood también ha supuesto para los grandes cineastas surcoreanos un verdadero salto evolutivo. Tanto Park Chan-wook en Stoker (2013) como Bong Joon-ho en la propia Snowpiercer cuentan ahora con grandes presupuestos, con grandes estrellas americanas y quizá con la maquinaria del mercado global.

Pero precisamente esa mayor dimensión obliga a sus propuestas a una cierta servidumbre de la que antes carecían: los guiones deben simplificarse, el metraje debe ajustarse a los cánones del relato comercial de occidente y la suntuosa puesta en escena de los realizadores debe exhibirse no ya al nivel de la historia, sino por encima de esta, como si las necesidades del mercado hubiesen convertido la presencia de estos autores en un cierto reclamo de lo exótico.

De modo que Snowpiercer es un auténtico festival visual, un ejercicio de puesta en escena que no conviene pasar por alto, pero tampoco abrazarse a ello como motivo suficiente con el que celebrar un espectáculo que solo explota su superficie como si se tratase de una pieza maestra.

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La novela gráfica Le Trasperceneige sirve como punto de partida para un relato futurista en el que el planeta ha quedado helado por completo. Los supervivientes se refugian en un tren que no dista mucho de su reflejo en la realidad: unos pocos privilegiados ocupan los vagones delanteros mientras que en el vagón de cola subsisten los desheredados que sueñan con la revolución y el cambio. En una rebelión que pasa por atravesar cada vagón hasta llegar a la cabina, surge la metáfora: los vagones simbolizan el propio camino vital que comienza con la infancia y termina por levantarse y asumir el liderazgo.  

Pero lejos de abordar cuestiones temáticas, Joon-ho utiliza cada vagón/episodio con fines puramente estéticos. Ayudado por la labor de fotografía de Kyung-Pyo Hong, que por momentos recuerda al mejor Darius Khondji, los colores cambian y las texturas se transforman combinadas con imágenes del exterior del tren a través de unas recreaciones digitales cuyo acabado convendría cuestionar. No es el estilo el que se pliega a la narración sino que, más bien, los arreglos que Joon-ho introduce con respecto a la novela gráfica parecen enfocados a exhibir ese estilo de forma rotunda y espectacular, al tiempo que desdibujan a unos personajes convertidos en clichés y abandonan a los intérpretes a la incapacidad (Evans) o al exceso (Swinton).

En otras palabras, mientras las formas habían sido siempre la manera de ilustrar con mayor contundencia el cine de Bong Joon-ho, en Snowpiercer se trafica con la idea de la forma como espectáculo y no como un medio de transmisión. Ni siquiera hay espacio en la película para una libertad total en ese sentido: el tramo final del filme abusa de grandes monólogos explicativos que vienen a refrendar la idea de la película entendida como festival de imágenes de impecable factura técnica que no ha sabido transmitir atisbo alguno de discurso en ellas. En ese sentido podría decirse que, posiblemente, se trate de la película menos interesante de su autor. 

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