Robocop (José Padilha, 2014)


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Escribir sobre una película como Robocop sería mucho menos interesante si no pudieran establecerse comparaciones con respecto a la versión original de Paul Verhoeven, dos objetos separados por casi treinta años de distancia. En primer lugar, por la posibilidad de observar cómo se han ido transformando los mecanismos del blockbuster hasta alcanzar una acuciante incapacidad para hablar en profundidad de ninguno de los temas que pone en juego. En segundo lugar, por distinguir las formas de un verdadero autor frente a una película como la presente, que acusa una ausencia completa de identidad propia.  

Murphy es un oficial de policía asesinado en acto de servicio y convertido más tarde en máquina por los intereses de una gran corporación, que quiere obtener un negocio millonario amparado en la posibilidad de erradicar la violencia de las calles. Mientras en la versión de 1987 Murphy no recuerda nada de lo sucedido y debe ir reconstruyendo su memoria conforme se enfrenta a los acontecimientos, el Murphy de 2014 sabe perfectamente lo que ha ocurrido y son los constantes arreglos a los que se ve sometido los que van anulando su personalidad. Parece un cambio intrascendente, pues al fin y al cabo el personaje vive igualmente ambos procesos, pero lo cierto es que mientras en la primera habitaba un relato en el que la máquina recuperaba su humanidad,  en la segunda el cambio de ida y vuelta desdibuja toda posible conquista.

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En cierto sentido la nueva Robocop busca, como en buena parte del audiovisual contemporáneo, que el espectador se identifique con Murphy en tanto que sigue siendo, desde el comienzo, un humano atrapado en el cuerpo de una máquina. Aquella barrera la borraba Paul Verhoeven a través del uso del plano subjetivo. La visión de la mirada de Murphy era el arma narrativa principal. ¿Cómo no acogerse, ante ella, a una identificación con el protagonista, fuera hombre o máquina? La nueva versión de José Padilha, sin embargo, utiliza la visión subjetiva como único recurso con el que potenciar una mirada cercana al género shoot’em up más propia del videojuego que del cine.

Es la prueba más evidente que ofrece la película sobre el cambio de los tiempos. En otras palabras, la nueva película propone el juego de ser una máquina durante unas horas, al tiempo que se aleja de la tragedia que supone serlo.  Pero siendo así es imposible tomarse en serio, más tarde, el drama que se impone sobre Murphy cuando abandona sus tareas programadas y decide perseguir a quienes le asesinaron, o cuando descubre que su condición de máquina le convierte, también, en un esclavo de la corporación sin derecho a decidir.

De este modo, la cinta de Paul Verhoeven revela que una escena de acción en un filme de vocación comercial resulta aún más espectacular, más dolorosa, cuanto más rotunda es la definición sobre su personaje. O visto de otra manera, los fuegos artificiales de esta nueva película, en la que el personaje ha sido sometido a un implacable proceso de simplificación, terminan importando bien poco. Mientras Verhoeven sabía reírse de sus personajes secundarios tanto como de lo que estaba haciendo con la película, Padilha los trata bajo una sola dimensión. El intento de huir de toda caricatura los convierte en algo peor: en clichés ausentes de todo atisbo de humor. Y en ese sentido termina siendo más importante el conflicto entre el médico que trata a Murphy y el propietario de la compañía (Gary Oldman y Michael Keaton respectivamente, un duelo interpretativo ante el que poco tiene que hacer Joel Kinnaman encarnando a Murphy) que cualquier consideración sobre el protagonista de la película. Un detalle revelador. Lo que más puede lamentarse es que, lejos de ganar o perder en un juego de comparaciones, resulta evidente que este nuevo Robocop exhibe muchas más carencias que virtudes. 

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