Oscuro y Lucientes (Samuel Alarcón, 2018)

“Casualidades de la muerte”, exclama el texto al comprobar que, tras la muerte de Goya, muchos de sus gestos en vida cobran un significado diferente, un sentido ominoso cercano a lo profético.

Al exhumar su cadáver en Burdeos los testigos descubrieron que faltaba la cabeza del pintor, una ausencia muchas veces aventurada por el artista en sus propias pinturas. La anécdota se convierte, con Oscuro y Lucientes, en el motivo para trazar un itinerario en forma de thriller desde Francia hasta España que hable de ese misterio. Todo se muestra en clave de crónica detectivesca, con la inquietante música de Eneko Vadillo insistiendo en las sombras que pueblan el relato. Y una vez convertido todo en irrastreable historia de detectives, la pieza se transforma en un poema que Féodor Atkine recita con diligencia porque el realizador, Samuel Alarcón, es consciente de que la oscuridad es solo un hilo conductor, la superficie de un dispositivo que una vez armado va a permitir acercarse a las luces, a los momentos luminosos que han sepultado las sombras y el paso del tiempo.

Que el narrador se dirija siempre a Goya como si se tratase de una conversación con él supone toda una declaración de intenciones: al rehuir del diálogo directo con los espectadores el documental evita toda imposición de sus ideas, todo rastro de efectismo, construyendo la narración como si de un diálogo íntimo se tratase. De ahí su cercanía, su aliento poético, su sentido del humor y su inexistente ánimo de trascendencia. Y de ahí va a nacer también un humilde sentido de la justicia, porque al hablarle al pintor de manera directa el filme está realizando un pequeño ajuste de cuentas con la historia, rescatándolo de un olvido que empieza en 1828, cuando nadie reclama el cuerpo del artista tras su muerte, y que va a desembocar en un presente en exceso olvidadizo.

El relato menciona desde un irrenunciable espíritu didáctico el nacimiento de la fotografía, que es también en muchos sentidos la muerte de una forma de entender la pintura y el fin de la época en la que habitó el protagonista. Ese pasado ya ha desaparecido del todo y ahora es convocado filmando esos mismos lugares en el presente, proponiendo un inteligente juego de resonancias entre la imagen y lo narrado que tiene que ver con la habilidad para observar y colocar la cámara en el momento justo. O proponiendo el otro gran juego de la película, el especulativo: Oscuro y Lucientes adora soñar con las posibilidades de lo que pudo ocurrir, disfruta deteniéndose en escenarios sugerentes aunque tenga pruebas que indiquen lo contrario. Es una manera de espectacularizarlo todo sin recurrir al artificio, partiendo únicamente de la admiración por el personaje.

Mientras rastrea el cráneo extraviado en este itinerario de la luz, Samuel Alarcón se acerca a las tradiciones de España, les otorga nueva lumbre, exhuma la figura de Goya al tiempo que se coloca a sí mismo en la imagen. Apenas se le distingue, el cineasta permanece junto a otro grupo de personas que discuten frente a la estatua del pintor. Es su forma de decir que los grandes documentales sólo se hacen preguntas.

 

*Texto originalmente publicado en Caimán, Cuadernos de Cine nº76 (127), Noviembre 2018.