66º FESTIVAL DE SAN SEBASTIÁN (2018)

Sirvan estas breves líneas como repaso crítico a una amplia selección de las películas que pasaron por Donostia en 2018, un año especialmente brillante.

Inauguración de San SebastiánEl amor menos pensado construye el mundo cotidiano de un matrimonio para, en una escena concreta, dejarlo todo en silencio y revelar las costuras de lo «normal». La crisis de la pareja arrojará a la película a una lucha entre la comedia y la discusión sobre el significado del amor en forma de soliloquio. Una película interesante cuanto rompe las dinámicas del ritmo convencional y se lanza a observar los silencios de sus protagonistas y el aflorar de sus inseguridades, y muy poco interesante en los momentos en que decide resolver sus conflictos desde la banalidad o abrazar un humor que en ocasiones ha sido dibujado con trazo grueso.

Las herederas parte de una situación dramática: dos mujeres, que nunca han tenido que trabajar, deben vender sus bienes para sobrevivir. El abandono de ese contexto de comodidad abrirá un nuevo horizonte para una de las protagonistas, un mundo distinto, un empezar de cero. El triunfo de la película estriba en que ningún plano ha sido dejado al azar y, sin embargo, todo parece respirar, todo parece surgido de una naturalidad fuera de lo común, también en parte por su gran actriz principal. Una película a la que volver.

La segunda película de Tomoka Shibasaki, Asako I & II, nace de los planteamientos más convencionales del romance nipón para subvertirlos poco a poco, jugando con la idea del doble y de la fuerza del amor paciente y cotidiano frente al amor impulsivo e irracional. Una construcción llena de sensibilidad y de amor por sus personajes, pero también plena de humor y de dolor, del desconcierto de la pérdida y de las particularidades de unos protagonistas muy alejados de los arquetipos. Una película atípica y una de las selecciones más estimulantes del Festival.

Puede que no haya una película este año que lance una mayor reflexión sobre las formas de representación en la pantalla que Mudar la piel, un bonito cuento sobre la historia de España y, de paso, sobre las complejidades de conocer al otro y de adentrarse en él. Desde la distancia y desde el filtro del cine, un tema tan delicado y tenebroso termina convertido en entrañable.

«No sé hablarle al niño: si le hablo como a un adulto, fracaso; si le hablo como a un niño, fracaso». Puede que este diálogo sea la clave para entender L’Homme Fidele, una película en la que Louis Garrel se ha propuesto hablar del mundo de los adultos pero con la visión de un niño que aún no entiende el mundo que le rodea y que tampoco sabe explicar lo que ocurre en él. Puede que ciertas situaciones provoquen la risa inevitable, pero todo parece surgido del desconcierto, de la dificultad de tener que aceptar las cosas.

‘Mirai’, de Mamoru Hosoda

Con El reino, Rodrigo Sorogoyen ha perfeccionado sus formas, su habilidad para romper expectativas y generar tensión. Sólo que la trama de corrupción en el seno de un partido político es un pretexto para construir un thriller que, en realidad, se vuelve más abstracto a cada momento, se olvida progresivamente de sus personajes hasta adentrarse en su salvaje y potente media hora final. Todo lo anterior parece una excusa, un simple marco argumental; por eso que el filme termine con una poderosa moralina sobre el ser corrupto es desde luego efectivo, pero también algo cuestionable.

Ya sabíamos que Mamoru Hosoda era un maestro del cine de animación, de su dominio del tiempo y del espacio para contar historias. Lo único malo de este nuevo trabajo es, acaso, que ya nada nos sorprenderá como aquellas primeras obras maestras. Este quinto largometraje, Mirai, cuenta la tierna llegada al hogar de una segunda hija, una hermana para el primogénito de la casa que pondrá patas arriba la cotidianidad. Mirai significa futuro, y al niño lo visitarán, en su infinita imaginación, la versión futura de su hermana y otros personajes de su entorno, familiares del presente y del pasado que le ayudarán a entender la importancia del ahora y la belleza de una nueva compañera de vida.

¿Tiene sentido, aún, tratar de simplificar el trabajo de Jean-Luc Godard en unas breves líneas? Siguiendo la misma técnica de collage, de fragmento, de sampleo, que utilizaba en Adiós al lenguaje, esta The Image Book empieza atravesando toda la historia del cine para terminar construyendo una inspirada radiografía del conflicto árabe. Política, historia y teoría del arte conjugadas para seguir hablando de lo divino y lo humano a través de un arte que, en manos del cineasta francés, parece no tener límites.

Benjamín Naishtat ofrece, con Rojo, la película de un auténtico maestro: un director con absoluto dominio del tiempo y del tempo narrativo, que se acerca con elegante mordacidad a un período de la historia de su país para poder hablar también del presente o, al menos, de cómo se ha construido ese presente. Enigmática, de pulso firme, de ritmo apesadumbrado, no teme experimentar con lo visual pero, por encima de todo, su gran apuesta formal es la de filmar todo de la misma manera que se hacía en la propia época en la que acontece el relato. Uno de los grandes ejercicios autorales del año y una de las sorpresas de este Festival.

En una secuencia de Profesor Holland (Stephen Herek, 1995), Richard Dreyfuss le cantaba a su hijo sordo la canción de John Lennon, Beautiful Boy, mediante el uso de colores y gestos que le ayudasen a entender. En esta nueva película, titulada como la canción, un sufrido Steve Carell se la canta también a su hijo en forma de nana, pero en el futuro deberá asistir al proceso de degradación del joven conforme vaya cayendo en el agujero negro de las drogas. Con esta dramática y delicada situación como contexto, la película se las va a ingeniar para sortear la mirada morbosa a través de un montaje que avanza en el tiempo y se detiene en palabras y en gestos que hacen recordar tiempos mejores. Con el deseo de convertir el clímax final en el discurso más potente imaginable, el filme echa por tierra su trabajo de contención y pone sobre la mesa los mecanismos más viles con los que alcanzar la emoción a toda costa. Una práctica discutible para una película que no pretende hablar tanto del infierno de la droga como que de lo único que podemos hacer no es salvar a los demás, sino acompañarlos.

Con inconfundible espíritu rohmeriano, Le Cahier Noir relata la vida de un niño y su niñera en una Francia próxima a la revolución. El drama aparece pronto, pero todo parece distante por esa recreación teatral convocada desde el primer minuto. Quizá por esa apuesta formal, que empobrece la narración en favor de hacer visible la mirada distanciada, la película termine caminando en sentido contrario al que parecía llevar el texto, como si argumento y propuesta formal nunca pudieran darse la mano del todo.

Podría parecer que en Viaje en el cuarto de una madre Celia Rico ha medido tanto lo que mostrar y cómo hacerlo que ha terminado firmando una ópera prima algo anodina. Pero eso sería sólo mirar en la superficie: en su deseo de homenajear el amor de las madres por sus hijos, la cineasta construye un cine de lo minúsculo, a partir de detalles y de frases cotidianas, pero también de sepulcrales silencios, en los que se cuenta todo lo que las protagonistas no son capaces de decir. En este sorprendente ejercicio de contención se desvela una sensibilidad que justifica el seguir de cerca la carrera de la cineasta, alguien que, por la forma de filmar y de contar, casi se diría que ha conseguido hacer una película española convocando a Ozu.

Catorce años después de Nadie sabe, su primera gran película, Hirokazu Kore-eda firma una nueva y estilizada revisión de sus grandes temas: el abandono infantil y el siempre cambiante, insondable concepto de familia. En ella, un grupo de desheredados adopta a una niña que encuentran abandonada porque piensan que, en el fondo, estará más protegida con ellos que con unos padres que no paran de discutir. Con la ternura habitual en el cineasta, su dominio de los pequeños espacios y su capacidad para construir personajes complejos en pocas pinceladas, Shoplifters es un hermoso drama lleno de optimismo que, en el fondo, no deja de ser la misma película que el cineasta ha intentado reformular todo este tiempo.

Peter Strickland entrega, con In Fabric, la que quizá sea la apuesta más personal de la Sección Oficial: un cuento perverso en el que las tiendas de moda encarnan el mal absoluto y las víctimas de la moda se convierten para siempre en almas descarriadas, todo ello simbolizado a través de un vestido que parece maldito y que, en estructura episódica, pasa de mano en mano trayendo consigo la tragedia. La mirada es tan personal que sólo caben reacciones extremas ante ella. Si bien no puede negarse la originalidad de lo mostrado, sí que cabría revisar la insistencia con la que se repiten algunos elementos, capaces de convertir una pieza llena de humor en una obra donde gratuidad y capricho se dan la mano peligrosamente.

En la última película sobre King Kong (Jordan Vogt-Roberts, 2017), el plano subjetivo de un soldado recordaba a los videojuegos del género shoot’em up y dejaba claro que aquel filme iba a poner patas arriba las formas audiovisuales de su época. Inspirada en el anime de Mamoru Oshii, Illang: The Wolf Brigade convoca esos planteamientos visuales pero sin ningún ánimo de reflexión estética, más bien esperando que su público esté más familiarizado con esos códigos que con los del cine. El resultado es una larga operación pirotécnica con uno de los trabajos de fotografía más potentes de este certamen, pero de contenido pobre y de aliento cinematográfico escaso. La sucesión de secuencias de acción se intercalan con una forzada relación romántica buscando de manera agónica un equilibrio que nunca llegará a producirse. Quizá sea la película más discutible de toda la Sección Oficial.

‘High Life’, de Claire Denis

Pawel Pawlikowski es único en las relaciones que establece entre relato e historia de su país, aquí relacionadas de manera inseparable. A diferencia de Ida (2013), la disección histórica va a dar paso aquí al protagonismo de una ardiente historia de amor. Y a diferencia también de aquella, el preciosismo de la puesta en escena obedece en ocasiones a la esclavitud con respecto a un estilo propio, y no de las necesidades del propio relato. Lo que no impide que en ella habiten algunos de los momentos más sublimes del año: ese travelling en el que Joanna Kulig canta en solitario, o cuando escucha la canción grabada en su primer disco y se repite exactamente el mismo movimiento de cámara. Ideas inspiradoras de un cineasta convertido ya en figura imprescindible.

Inspirada en los inicios del rock ruso a principios de los ochenta, Kirill Serebrennikov filma a un grupo de personas unidas por la música, la amistad y el amor con una libertad formal y una belleza en la forma de detenerse en cada uno de ellos que justifican por sí solos el quedarse a vivir en el filme. La manera de rodar en largos planos-secuencia le da sentido a lo narrado: en ocasiones sirven para ilustrar los vaivenes de los personajes y su relación con el espacio que transitan, y en otros momentos sirven para romper el pacto con la ficción y transformarse en videoclips improvisados, pintando sobre el fotograma y sin temer cambiar de registro. Y eso es Leto (Summer), un auténtico salto al vacío impulsado por el amor a sus protagonistas. En cierto sentido podría entenderse como uno de los musicales del año, pero sobre todo podría recibirse, con permiso de Betrayal (2012), como la gran película de Serebrennikov hasta el momento.

La ópera prima de Romain Laguna, Les Météorites, narra unos días fugaces en la vida de Nina, una adolescente que empieza a buscar su independencia y, de paso, también a sí misma. El viaje iniciático no es otro que un vaivén de desencuentros con la cotidianidad: fiestas, excursiones al campo, problemas en el trabajo o los planes con una nueva pareja. La película despega y huye de esos tópicos sólo al final, cuando Nina se decide a perseguir el rastro del meteorito que ha visto caer sobre la Tierra en la primera secuencia. Un filme amable que descubre felizmente a Zéa Duprez, una joven capaz de sostener un largometraje a sus espaldas con su sola presencia.

Quién te cantará. Carlos Vermut explora de nuevo, con su tercer largometraje, los entresijos de una truculenta historia, más almodovariana que nunca, en la que identidad propia, el amor y la fuerza de las convicciones personales van a ser puestas en juego y llevadas al extremo. No se trata de perfeccionar el relato de siempre sino de explorar otras vías, siempre con los habituales excesos y los inspirados aciertos del realizador. La película está llena de vacíos porque es, también, el filme más solitario de su autor, y en esos vacíos pueden percibirse las lagunas, pueden verse las costuras, pero también se puede dilatar el tiempo y eso es precisamente lo que genera la extrañeza característica del cineasta, el inquietante aliento de su puesta en escena. Amante de las elipsis y de huir de explicaciones gratuitas, Quién te cantará hace honor también a Almodóvar con una confesión final, un monólogo que pone en duda esa práctica de la ausencia de explicación como parte del misterio. Otra más de las contradicciones que hacen tan especial e impredecible el cine de Carlos Vermut.

Ganadora en Venecia, en Roma Alfonso Cuarón intenta, más que servir de homenaje a México, construir una historia sobre un período concreto haciendo uso de retazos de sus propios recuerdos. Una película atravesada por la melancolía. Y profundamente coreografiada: cada plano es más largo que el anterior y más complejo, tomas largas con un sinfín de personajes que evidencian la proeza de la dirección. Es probable que este sublime ejercicio autoral esconda, también, los peligros de la ausencia de toda naturalidad: actores que se mueven hasta sus marcas, multitudes que se mueven al son de la cámara, o extras que golpean dos veces porque el cristal «tiene» que romperse. Esta historia centrada en la criada de una familia adinerada corre también un interesante riesgo: que los orígenes de quien filma acaben mostrando mayor compasión por la patrona que por la empleada, más preocupación por los niños que por la protagonista (quizá en uno de ellos se escondan también fragmentos de una mirada autobiográfica). Discusiones aparte, sobre las que aún habrá que reflexionar, la película es tan redonda, tan sentida y descarnada, rodada desde el cariño y la emoción sincera, que es difícil no rendirse ante las virtudes de uno de los cineastas del momento.

Tras Un toque de violencia (2013) y Más allá de las montañas (2015), Jia Zhang Ke cierra una suerte de trilogía de ficciones atravesadas por el mismo rostro femenino y siempre con el paso del tiempo como motor de un inconfundible sentimiento épico. La espera, la venganza, la búsqueda de respuestas, todo es convocado a través de la figura de esta buscavidas que atraviesa el paisaje chino tratando de reencontrarse con su antiguo amor. Si bien China continúa como telón de fondo en el cine de Zhang Ke, Ash is the Purest White es una película centrada en las emociones de sus personajes, en su deseo por entender el mundo y en su curiosidad por ver hacia dónde les lleva la vida, justo lo mismo que hace la cámara escribiendo en imágenes frente a ellos.

¿Se puede ser cruel y delicada al mismo tiempo? ¿Es posible una película de ciencia-ficción hecha desde la contención, con absoluta ausencia de ambición? Claire Denis ha hecho, con High Life, algo reservado sólo a los más grandes: una especie de Odisea del espacio despojada de efectismo y grandilocuencia o, si se quiere, casi un Robert Bresson en el espacio. Una película ruda, áspera, a la que lleva tiempo capturar su espíritu y que puede decepcionar fácilmente gracias a esa huida continua del lugar común, de la emoción pretendida, de decisiones sorprendentes. Todo parece contado en voz baja y, sin embargo, lo que se cuenta es el fin del mundo, simbolizado también en un metraje que se va quitando sus propias capas argumentales hasta quedarse, nunca mejor dicho, desnuda por completo. Una película a la que resulta difícil acercarse pero que esconde mucho tras esa aparente búsqueda de la nada.

Isaki Lacuesta propone, con Entre dos aguas, regresar a la vida de Isra, aquel niño gitano que protagonizara doce años atrás del documental La leyenda del tiempo (2006), y descubrir qué queda de aquella historia y en qué se ha transformado. El resultado es el encuentro con un expresidiario que intenta reconciliarse con su mujer y cuidar de sus tres hijas mientras se enfrenta a las dificultades de la reinserción en su entorno natal. Es una película que tiene poco sentido sin la referencia del original y el realizador lo sabe, en tanto que trata de combinar los momentos del presente con escenas del pasado que integraban los grandes momentos de ‘La leyenda del tiempo’. Más allá de su larga duración, la sensación es que Lacuesta ha perdido el rastro de aquella historia inspiradora para descubrir un camino sin retorno, un callejón sin salida, un personaje sin futuro y una película llena de melancolía que también se siente sin rumbo.

En el minuto ’50, el protagonista se coloca unas gafas de tres dimensiones y se le invita al espectador a hacer lo mismo. Lo que ocurre a partir de ahí es un solo plano, una toma de más de una hora de duración, en 3D, recorriendo escenarios y sobrevolando un poblado completo. Pareciera que con este recurso/reclamo que vertebra Long Day’s Journey into Night, Bi Gan quisiera dejar en pañales al célebre plano de Kaili Blues (2015) hasta llevar al extremo el concepto del plano-secuencia. El resultado es indiscutiblemente espectacular, pero la idiosincracia del plano-secuencia invita a reflexionar sobre la pertinencia de su duración y sobre los elementos que lo conforman: dos jóvenes que deben meter una bola de billar para salvarse de una paliza, atravesar un precipicio en tirolina, saltar un acantilado o recorrer todo el pueblo con el virtuosismo como arma parecen convocados más con el deseo de resaltar la proeza técnica que por necesidad narrativa. Casi como si el plano-secuencia hubiese existido antes que el propio relato: lo peor que puede ocurrir en materia cinematográfica.

Federico Veiroj ama la música, las películas pequeñas, las pequeñas revoluciones, los gestos de ternura en un mundo siempre hostil y salvar a sus queridos personajes, siempre presos de una época vital caótica e incierta. Los pone al borde del abismo, rodeados de diversas formas de arte que van a servir como asideros, pero al final van a tener que enfrentarse siempre a sí mismos. Aquí un pintor deberá enfrentar su separación, el criar a su hija, exponer su obra al mundo, aceptar a sus padres y renovar su vida afectiva. Todo sin orden ni concierto, con el mismo ritmo invisible y misterioso que tiene la propia cotidianidad. Se trata de la película menos revolucionaria del cineasta uruguayo, la más amable, la más entrañable, la que cura sus problemas y su desesperanza a base de seguir caminando.

SPOILER Griffith dijo una vez: «Lo que el cine necesita es belleza, la belleza del viento moviéndose entre las hojas de los árboles». Blind Spot comienza con una niña terminando su entrenamiento deportivo y volviendo a casa. Saluda a su madre, cena y se prepara para dormir, pero entonces decide saltar por la ventana. Al advertirlo, su madre baja los seis pisos de la vivienda a toda prisa, la encuentra en el suelo y llama a una ambulancia. Llegan hasta el hospital y tratan de calmarla, mientras un enfermero entra y sale del quirófano para mantenerla informada. Finalmente, cuando su marido llega al hospital, ella decide regresar al piso para cuidar del hijo menor, que está desatendido. Pues bien, todo esto ocurre en un solo plano, la película está construida en un solo plano-secuencia y de otro modo no tendría sentido, porque la potencia del relato emana, precisamente, de la expresión física de ese tiempo en espera: bajar las escaleras, el camino en ambulancia, esperar el diagnóstico del médico, volver a casa tras vivir algo así… Son esos tiempos muertos, esos que normalmente se descartan en el cine, los que construyen aquí una materia de verdadero calado: hablar de los peligros de la incomunicación a través de un contundente puñetazo en la barriga. Probablemente Griffith hubiese disfrutado de una película así.

¿Cuánto le debe Naomi Kawase a Arata Dodo, su director de fotografía? en Vision, la luz es la auténtica protagonista. La cineasta ha creado un poema, una oda a la vida, el amor, la muerte y la naturaleza (sus temas eternos) que desdibuja el argumento para centrarse en la pura belleza de esos elementos. A diferencia de las últimas películas de la directora, en la que parecía querer integrar su mirada cinematográfica con una vocación más comercial con la que poder seguir haciendo películas, Vision no teme abandonarse en ocasiones a lo abstracto, a contemplar las copas de los árboles o el sol reflejado en el agua hasta perder la noción del tiempo y entonces regresar al relato. Un poema que invita a entrar y salir de él que, además, permanece atravesado por una historia que parece advertir la cualidad cíclica de las cosas: no sólo del bosque, sino también de nuestra propia capacidad de amar.

Con Petra, Jaime Rosales ha concebido una tragedia griega que se reconstruye, a través de capítulos desestructurados, para tratar de hallar una verdad que se escapa. «Sin verdad no hay belleza», dice uno de los personajes mientras discuten sobre arte, y quizá por eso la cámara de Rosales no deja de resituarse en cada escena, de moverse continuamente por las habitaciones, buscando esa verdad que se escapa a través de las tragedias cotidianas que vivimos. El cineasta ha concebido una película de argumento convencional, con uno de los villanos más poderosos de los últimos tiempos, pero con una sensibilidad especial tras la cámara y con una actriz, Bárbara Lennie, que ha convertido en costumbre ser el rostro de las grandes ficciones de su país, un rostro ya imperdible, imprescindible.

Iba a llegar la peor película del Festival en algún momento, y la película de clausura tenía muchas posibilidades, como viene siendo habitual en este sistema de servidumbres comerciales en las que la inauguración y clausura son obras que poco tienen que ver con el espíritu de la selección oficial y se presentan como meros trámites del certamen. El honor lo obtiene Bad Times at the El Royale, una película de tintes tarantinianos, de terrible dirección de actores y de disparatado guion, que pretende unificar en un solo escenario, un viejo hotel entre Nevada y California, a una sucesión de variopintos personajes que, a base de flashbacks y de motivaciones misterioras, acabarán enfrentándose los unos a los otros convirtiendo la película en un caos de disparos y huidas frustradas. El problema de la película es su incapacidad para asumir que sus pobres recursos narrativos no convierten la película en un simple juego sino en un espectáculo pulp de altos vuelos, y esa manera de ignorar su propia condición, lejos de resultar entrañable, puede llegar a producir el mayor de los rechazos.

Baby es el perfecto ejemplo de película que describe pero no muestra, que traduce su relato de manera casi literal, que adapta su contexto de manera funcional pero que no pone en juego una mirada personal sobre las cosas. Con un hermoso material de partida, la mujer que no se da por vencida en intentar que hospitalicen a un bebé al que sus padres han decidido abandonar a su suerte, el filme se limita a ubicarse frente a los actores y a encuadrar a la sufrida protagonista, que insiste de manera desaforada a los progenitores del bebé para que no se rindan. Una de las piezas más flojas del certamen pero también una de las más nobles.

Podría parecer que Nuestro tiempo va a tratar de los tiempos convulsos que nos ha tocado vivir, pero de lo que busca hablar Reygadas es del tiempo compartido con el otro, de la experiencia íntima de la relación amorosa. Y ese título pone en valor todo lo vivido, que no es otra cosa que una suerte de conflictos cuando parece que el amor se ha acabado. El cineasta ha firmado su película más terrenal, menos apegada a lo trascendente, casi una película clásica sobre los celos y las fisuras entre la pareja reformulada desde la personal concepción del cine del autor. Llena de soluciones imaginativas y de aliento sincero, Carlos Reygadas parece buscar la belleza en el caos, la hermosura del impulso por arreglar las cosas, el valor de lo que no entendemos, lo milagroso de los procesos personales, que aquí son continuamente puestos en crisis con los tropiezos que trae cada nuevo día. ¿No es eso algo milagrosamente parecido a la vida?

Y terminó el #66SSIFF, una maravillosa edición que ha sorprendido por la calidad de su Sección Oficial, las grandes obras recogidas en Perlas y los grandes hallazgos de Nuevos Directores. Celebramos la Concha de Oro para Entre dos aguas, de Isaki Lacuesta, y los tres premios que ha recibido Rojo, de Benjamín Naishtat, una película a la que volver pronto. La melancolía por la marcha deja paso a la espera para regresar el próximo año. ¡Gracias a todos los que han leído las crónicas estos días y hasta pronto!