One Day (Siempre el mismo día) (Lone Scherfig, 2011)

Un solo día. Tres personas.

Lone Scherfig, que ha aprendido del todo a pulir sus imágenes hasta conseguir que todas ellas destilen un gusto abrumador, que todas resulten atractivas y evocadoras. Su anterior filme, An Education, parecía apuntar en ella un salto de calidad que se ha desvanecido con esta nueva película, en la línea mediocre y lacrimógena del resto de su filmografía.

Anne Hathaway, esa actriz cuya imagen personal está siempre por encima del personaje que interpreta. Esa que puede llevar gafas ridículas durante una escena como apología de su falta de prejuicios, pero sólo porque sabe que en la siguiente escena podrá lucir todos sus encantos con una doble moral desbordante. Sus tics interpretativos, su manera de moverse o de bromear, el tipo de papeles que escoge, todo está encaminado a considerar toda su filmografía como la representación de un solo papel: el suyo propio. El sentimiento de impostura con Hathaway en la pantalla es tan fuerte que ayuda a desvelar la condición de romance insustancial de la película. Una historia más, una historia cualquiera.

Jim Sturgess, el partenaire menos indicado. Un actor que no ha aprendido aún a evitar las muecas constantes para demostrar en todo momento lo atractivo que es, en detrimento de su personaje. El joven ni siquiera se permite un segundo de interpretación ante las situaciones especialmente dramáticas o emotivas que vive aquel al que debe encarnar. Si hay que ser un seductor deberé serlo hasta las últimas consecuencias, debió pensar mientras lo filmaban.

Sólo tres personas, con ninguna química entre ellas. Sólo dos actores, que comparten conjuntamente absolutamente todos los planos de la película, lo cual la hace tan plana como ensimismada, tan torpe como evidente, tan empalagosa como ridícula.

One Day pertenece a una cierta clase de cine detestable, esa que te empuja a llorar sin motivo alguno, la que no lleva dentro ninguna moraleja ni discurso, el cine más inofensivo, el más dañino, el que peor educa, y el que más hace sentir que la visión ha sido tiempo perdido. Habla de una visión del amor visto por una quinceañera pasada por el filtro de una inexistente madurez que no ha sabido descifrar que el amor de verdad no pende sólo de las sensaciones físicas ni de las pulsiones de los cuerpos.

Como ocurre no pocas veces, su directora confunde el amor romántico y sublime con el castigo personal, la entrega personal física y espiritual con una entrega desmedida a la idea y el ideal del amor, sea quien sea a quien tengamos delante. La banalidad campa a sus anchas en un relato tan tramposo que, ante su falta de valentía, decide relatar un solo día del año en cada secuencia, como si el salto impusiera algún tipo de inteligencia narrativa.

La cansina fecha en la que acontece la acción comienza a pasearse por la pantalla de las maneras más ingeniosas jamás concebidas. Uno se termina preguntando qué fue primero, si la necesidad de crear unos rótulos ingeniosos para contar la historia, o la necesidad de buscar una historia cualquiera para insertar semejante genialidad de rótulos.

No es momento de lamentar demasiado la enésima demostración de los dos protagonistas que están hechos sólo para cierto tipo de público muy poco exigente con lo que ve. Al fin y al cabo es decisión de cada uno con qué tipo de cine se alimenta a sí mismo. Lo lamentable es enfrentar esta película con la anterior de su autora, y comprobar que aquello fue una milagrosa confabulación de estados de gracia que ya no volverá a repetirse.

Mientras tanto, hay que aprender a descifrar las trampas de películas tan exquisitamente engañosas como One Day. Y una vez descifradas, aprender a huir de ellas.