Otra Tierra (Mike Cahill, 2011)

El cine independiente, producido al margen de los grandes estudios, se caracterizó desde sus comienzos tanto por su fondo como por su forma. Si la temática social era el pan de cada día, también era común que plásticamente los resultados fuesen muy parecidos, con aquellas pesadas cámaras al hombro que imposibilitaban el plano limpio o el trazo suave.

Las actuaciones se desvirtuaban, la falta de presupuesto se disimulaba perfectamente gracias a un entorno que permanecía siempre desenfocado y el dinamismo de las imágenes ayudaba a paliar el estatismo con el que estaba planificado todo el relato.

Ahora, con la llegada del cine digital y con unas tecnologías que están casi al alcance de cualquier cineasta, contar una historia nunca ha sido tan asequible ni sus resultados visuales tan asombrosos. ¿Cuál es la excusa entonces para que Otra Tierra esté filmada bajo esa caótica e infructuosa manera de desdibujar todo cuanto ocurre? La impresión es que se trata de una simple pose, de una identidad que tenía cierto tipo de cine, y que aún desea identificarse mediante la propia cualidad de sus imágenes.

El resultado es desastroso. Una película con un guión sencillo, que va cobrando fuerza según avanza, tendría una gran intensidad filmada de cualquier otra manera, pero el deseo manifiesto de confundir los defectos de un cine desaparecido con una equivocada cuestión de estilo ahoga toda posibilidad de que las imágenes trasciendan más allá del simple hecho ser consumidas con la mirada y ser olvidadas en cuanto dejan de proyectarse.

Otra Tierra combina dos líneas argumentales diferentes para que la una complemente a la otra y así las lagunas de ambas consigan quedar en un segundo plano. Por un lado, un nuevo Planeta Tierra se divisa en el horizonte y el ser humano, perplejo, decide enviar allí a unos pocos elegidos. Por el otro, una adolescente que ha destruido a una familia en un accidente de coche, protagoniza el clásico enredo provocado por la falta de sinceridad. Las intenciones de pedir perdón al único superviviente de aquel accidente y su incapacidad para contar la verdad tienen lugar mientras se encariñan el uno con el otro.

Un nuevo planeta, a lo lejos, en el horizonte. La película contiene tantos planos con efectos especiales como cualquier película comercial, un nuevo motivo para plantearse su impostora condición de cine independiente. Otra Tierra contiene elementos suficientes como para buscarse su merecida independencia narrativa y visual, y no ceñirse a los cánones estéticos de una moda caduca que sólo entorpece el relato.

La música es el enésimo escollo al que debe enfrentarse la película para sobrevivir imbuida en su penosa estética independiente. Unos sonidos quejumbrosos y anodinos que no aportan absolutamente nada a la narración. De nuevo, una banda sonora que sirve para potenciar únicamente una pose, una identidad impostora. Lo que se escucha ni ofrece información, ni acompaña, ni contrasta, ni separa episodios. No tiene funcionalidad alguna, sólo está ahí porque debe estarlo, porque así lo mandan los cánones de un estilismo que confundió hace tiempo lo cool con la necesidad narrativa. 

El hecho que más puede celebrarse es la interpretación turbadora de Brit Marling, una joven actriz que se come cada plano en el que aparece, lo engulle gracias a la intensidad de su presencia, a la fuerza con la que su cuerpo irrumpe en pantalla, a esa combinación entre la indefensión de su pequeña silueta y a la valentía que irradia su potente mirada. Una actriz a la que vale la pena seguir.

Otra tierra bien puede emparentarse con la Melancolía de Lars von Trier, no sólo por sus condiciones argumentales en torno a un planeta que se acerca a la Tierra, sino también en cierto grado visual y también narrativo. Son dos películas que hablan, a su manera, de un miedo propio de nuestra época. Si Melancolía lo hace a través del puro temor y de un Apocalipsis espacial visto a través de la desesperanza emocional, Otra Tierra plantea el evento como la posibilidad perfecta para un nuevo comienzo, como el renacer de unas oportunidades que nunca tuvieron lugar, o que se perdieron con el tiempo.

Tal vez sea la idea que resume toda la película, justo la que genera los momentos más bonitos del metraje. Mejor suerte la próxima vez, dice la protagonista cuando echa una mirada a la vida que ha tenido. Es tan bonito como valiente que dos cineastas se hayan atrevido a filmar casi a la vez, y de maneras muy diferentes, cómo nuestra eterna insatisfacción es tan profunda que sólo un argumento de ciencia-ficción sería capaz de conmovernos.