Si nos preguntásemos qué valores han sido desterrados con el tiempo del panorama cinematográfico contemporáneo, pronto aparecería en la lista el de la ternura. El personaje de ficción del presente, tal y como ha ocurrido con el espectador actual que ha perdido todo sentido de la inocencia ante las imágenes que consume, es incapaz de comunicarse a través de la ternura como si se tratase de un lenguaje perdido.
Valérie Massadian, compañera sentimental de Pedro Costa y afín a las herramientas narrativas del autor portugués, propone un regreso a la infancia para tratar de recuperar ese sentimiento, al tiempo que para poder mirar a la vida con ojos renovados. Y para trasladarnos a aquel mundo ya lejano en el que cualquier pequeña cosa sorprende, nos coloca frente a un escenario que tal vez golpee en lo más profundo como sólo haría la mirada de un niño. Se trata de unos granjeros que matan a un cerdo ante la atenta mirada de los más pequeños. El plano fijo, a la distancia suficiente como para observar los detalles, pero también lo suficientemente lejano como para que parezca un recuerdo casi olvidado.
La inmersión al mundo infantil permite establecer un diálogo directo con el mundo adulto a partir de una niña que trata de imitarlo como si se tratase de un aparatoso disfraz, de un juego desgastado. De ahí la necesidad de volver al origen, de comenzar de nuevo bajo una mirada renovada por completo. A través de esos delicados, también salvajes, ingobernables sesenta y ocho minutos de metraje la Nana del título juega a ser mayor en un principio para terminar obligada a ejercer el rol de adulta cuando se descubre totalmente abandonada.
Cuando el universo del adulto queda desterrado de la película, ya sólo quedan Nana y el entorno, en un atrevido ejercicio de reconstrucción del mundo imaginario de la pequeña protagonista. En ese sentido, la película de Massadian no está lejos de Ponette (1996), la película de Jacques Doillon que giraba en torno a la relación solitaria de una niña con la muerte de su madre y la ausencia de su ser querido. La diferencia con Nana es que aquí el protagonista es el silencio, y que no hay ninguna reflexión impuesta sobre las imágenes que aquí acontecen.
En ese silencio y en la sencillez de las situaciones planteadas, Nana crea un ecosistema capaz de hablar de temas complejos a partir de pequeños trazos. De repente, el depurado ejercicio de vaciado se ha convertido en una evocación de temas a los que, de otro modo, sería muy difícil acceder. La profunda relación del hombre con su entorno, el deseo por el afecto y la necesidad de interrelación a través de indefensas pinceladas. Ahí reside el milagro de una película pausada y contemplativa que no se esfuerza en esconder la violencia y virulencia de la situación planteada. No sortea en ningún momento el mundo real para acercarse a la fábula. Nana ha sido concebida bajo unos planteamientos que la empujan al abismo de un cierto realismo mágico.
La fotógrafa, que da por ver primera el salto al cine, insiste en que una película así necesita la participación del público. ¿Podrá el espectador contemporáneo enfrentarse a unas imágenes que no le imponen lo que debe sentir? De ahí nace, de nuevo, la necesidad de aprender a mirar con ojos renovados. También en el cine, también en la forma de enfrentarnos a nuevas imágenes. Con la ternura de unos ojos que nunca han visto, o al menos, cuyos recuerdos de otras imágenes ya quedan lejanos. Incluso con la muerte como uno de sus temas principales, Nana no puede evitar convertirse en un renacer.