Qué difícil es filmar la verdad. La multiplicidad de los puntos de vista de aquellos que han vivido los hechos resulta tan compleja que se hace imposible aventurarse a descifrarlos. Y de repente el cine encuentra la manera de acercarse a cada una de esas maneras de entender la realidad sin perder nunca de vista la coherencia y la unidad del relato.
Es la magia del plano, que bien puede tener impreso el significado de un punto de vista, o la capacidad de convertirse en los ojos de un personaje. La magia de Asghar Farhadi al filmar reside en que la significación del punto de vista ocurre simplemente con filmar un rostro, cuando su cámara se acerca a uno de los personajes que ha escrito.
El cuento es bien sencillo, una de esas historias cotidianas en las que la tensión se acumula con cada escena y donde cada secuencia hace subir un peldaño más el entramado argumental hasta alcanzar el clímax. Todo comienza con la separación de un matrimonio. Incapaz de mantener al resto de su familia, el hombre contrata a una mujer para hacerse cargo de su padre enfermo y recoger la casa. El argumento se dispara cuando una discusión entre ellos deriva en una denuncia ante la policía.
Lo que ha ocurrido hasta entonces se convierte en algo capital. Y a partir de ahí comienza una de las más bellas filmaciones sobre la verdad que haya dado el cine. Cada personaje del intrincado relato la vive a su manera, y el realizador la sugiere a través de sus rostros, y más tarde a través de sus palabras. Algunos no soportan la mentira. Otros la necesitan para mantenerse a flote. La verdad es un valor que acaba convertido en cine.
La fuerza de las interpretaciones es poderosa, y todo cuanto ocurre en el plano arrastra el peso de lo inevitable, incluso cuando la filmación pasa por el engañoso filtro de la sencillez y de lo cotidiano, que no es otra cosa que el verdadero arte de mostrar lo complejo a través de lo más diáfano. La belleza, simplicidad y concreción de todo lo escrito es tal que la narración fluye como un torrente hasta cuando parece que nada importante está ocurriendo realmente.
Lo que permanece oculto bajo la piel de Nader y Simin es la sobrecogedora capacidad para hablar de problemas y cuestiones de gran magnitud y descomunales dimensiones a través de un paradigma sencillo y pequeño. Política y sociedad. La complejidad del ser humano queda retratada a través de una cámara que piensa más en la humanidad que en la actuación, más en la verdad que en la representación, más en contar con eficacia que en sorprender con la composición del plano.
Todo está maravillosamente filmado, pues se trata en realidad de una filmación invisible. Ese rodaje perfecto, el que no se ve, el que no se nota porque nunca se superpone a la narración. Ese es el tipo de dirección que emplea Farhadi para elaborar una de las mejores escrituras visuales que ha dado el denostado cine de forum, el que se presta a la charla posterior y que ha acabado considerado como género menor, pasto de las proyecciones en las escuelas.
Nader y Simin le devuelve el valor a su género, pero también al propio cine, en tanto que muestra cómo una obra maestra puede ser ejecutada a través de trazos sencillos, y que aún sigue siendo posible el gran cine desprovisto de la grandilocuencia a la que se nos ha acostumbrado. En su cruzada por mantener a flote a su familia, el protagonista y a la vez la película encuentra que la única forma de salvarse, finalmente, es la de abrazarse a la verdad.
La narración nace de padre y madre y termina desembocando todas sus vivencias en el personaje de la hija, que toma el relevo del relato tanto como del destino de los personajes. Es el acierto definitivo. Tal y como ocurre en el argumento, todo lo acontecido a nivel político, histórico o social termina en manos de nuestros hijos. Ninguna otra película ha sabido filmar ese momento con tanta ternura, con tanta pasión y al mismo tiempo con esa pasmosa sencillez. El triunfo de Asghar Farhadi es también el del cine, que ha sabido renacer con cada lágrima de sus personajes.