Las aventuras de Tintín: el secreto del unicornio (Steven Spielberg, 2011)

Si algo hacía evidente la existencia de una cuarta parte de Indiana Jones muy difícil de digerir, era que el cine no tolera los excesos, que incluso en el arte hay un límite cuando las acciones que se relatan carecen de sentido. Spielberg proponía en ella un carrusel de acción de principio a fin y de manera ininterrumpida, como si la película se tratase de una actuación de feria, queriendo proponer una película de aventuras y dejándolo finalmente en aventuras para desterrar del todo la idea de película.

El resultado era que nada de lo que ocurría importaba de verdad. Los personajes eran sólo actores que huían constantemente de algo. El exceso se convertía en irrealidad. No hay nada peor para una ficción. El cine tiene el poder de crear mundos imposibles y que estos resulten creíbles. El exceso sólo hace recordar que se trata de una mera representación y nos aleja completamente del relato.

Lejos de haber aprendido de su error, y más lejos aún de las mejores películas de su época de madurez, lo único que ha hecho Spielberg esta vez es buscar un nuevo contexto para seguir hablando de lo mismo. Ha buscado lo más cercano a un Indiana Jones ya confeccionado que se adapte como un guante a esas mismas aventuras, como si se tratara de un niño abstraído con su juguete favorito.

El problema viene cuando para estos fines se convoca a un referente infantil. Un producto que ya tiene su propio público y que tragará lo que sea con tal de ver a su personaje favorito cobrando vida por fin en la gran pantalla. El problema viene cuando se trafica con los sentimientos de aquellos a los que cierto personaje concreto les transporta a su infancia con sólo nombrarlo. Y cuando se trafica con sentimientos, estamos tan expuestos a una subjetividad ensimismada que no somos capaces de diferenciar las emociones entre el personaje y la propia película.

Como ya ocurriera con la Alicia de Tim Burton, de repente nacen los admiradores de una película que ni siquiera han visto todavía. Tintín se convierte en un éxito antes incluso del estreno. Se establece definitivamente el trailer como acontecimiento, como verdadera fecha importante para una película. El espectador emite su veredicto ante el avance comercial y no ante la obra cinematográfica. Es el fin del cine y el incomprensible comienzo del culto al marketing. Y ya no existen los clientes, como tampoco existe la objetividad. Sólo existen admiradores de un producto que acaban comprando a ciegas.

Pero quizás no sea eso lo más peligroso, sino los excesos. Exceso en el hiperrealismo buscado a la hora de componer la imagen, confrontado al exceso de piruetas irreales en unas aventuras que no tienen fin. Tintín y sus amigos están construidos y representados de una manera más que perfecta. La ficción supera a la realidad. Los detalles del pelo, la capacidad para gesticular, las luces, los reflejos, todo lo que ocurre visualmente es asombroso, incluso abrumador, de un realismo que asusta.

Poco más tarde nos encontraremos con que, dentro de ese hiperrealismo buscando tan fervientemente, Tintín y el resto de personajes dan saltos imposibles, rebotan y pueden caer de un tendedero a otro hasta sobrevolar una ciudad completa, evidenciando que en realidad son de goma. Realismo de las formas frente a los excesos de acciones imposibles. El homenaje a Tintín termina antes de los primeros treinta minutos para dar paso sin pudor alguno a la quinta parte de Indiana Jones.

Presas que se desbordan, la enésima persecución en ciclomotor, cuentas atrás, jeques árabes, misterios de tiempos pasados… ¿La frase Spielberg en estado puro” trata de una cuestión de imagen de marca, de celebración por ver de nuevo la misma película, o el último escollo para justificar que nos vuelven a contar la misma historia disfrazada con otra piel en su superficie? 

Quizás el infame trabajo musical de John Williams aquí sea lo que evidencie definitivamente el tono de la película. Una música omnipresente, ininterrumpida de principio a fin, tal y como ocurre con las escenas de acción, sin tema central alguno, sin evolución, sin dramatismo. Sólo una colección de golpes de efecto y fuegos artificiales que únicamente pueden pertenecer al mundo de los dibujos animados. Y ahí es donde finalmente se filtra la verdadera vocación infantil de Tintín, al quitarse la máscara de la gran película definitiva de aventuras que pretende ser.

Se trata pues de una burda película para niños, que oculta constantemente la inconsistencia de su argumento con esa acción desmedida que algunos llegarán a entender como una auténtica virtud, cuando se trata de todo lo contrario. Tal y como las ensoñaciones del Capitán Haddock con sus antepasados, la película plantea un espejismo magistralmente contado, el perfecto engaño. Al terminar de contemplar la historia tenemos la sensación de haber asistido a una gran epopeya, pues un sinfín de elementos diseñados por los grandes artesanos de este negocio han contribuido a conseguirlo.

Como película de niños resulta impagable. Divertida, colorista y técnicamente sorprendente. Como filme de aventuras, Tintín queda en el mismo lejano lugar del último Indiana Jones, en la equivocada idea de que lo desbordante es lo único que puede satisfacer, en la cultura del videojuego como pilar básico de imaginario visual del presente y como dictador de las reglas de ritmo, tiempo y espacio.

Hay tantos errores de planteamiento que ni siquiera un periodista avezado como el protagonista podría descifrarlos fácilmente. La pena no es que él siga resultando el personaje menos interesante de todos los que pueblan la historia, tal y como ocurría en el propio cómic. Hasta su perro contaba con un mejor trasfondo, e incluso en eso la película quiere ser fiel al original. Lo triste es encontrarse con que algunos siguen traficando con los sueños de otros para continuar vendiendo un genio personal que ellos consideran indiscutible.