Música de las estrellas

De algún modo, ponerle música nueva a una película muda es también darle al filme una nueva vida. Si la dinámica de la música ahora es distinta, cambiará también el sentido de las secuencias y su importancia dentro de la estructura interna del relato. De forma que cada propuesta sonora será un nuevo despertar, una manera de encontrar nuevas ideas en la misma película que ha existido siempre. Alumbrar lugares ocultos a través del sonido que en realidad ya estaban ahí, en cierto sentido.

Durante la inauguración del XIII Festivalito de la Palma tiene lugar una humilde pero también sugerente proyección del Viaje a la luna de Méliès (1902) con música de piano en directo interpretada por Mireya Hernández, una joven alumna de la escuela de música de los Llanos de Aridane. La pianista tiene tantos años como ediciones tiene el certamen, pero parece que no le tiemble el pulso al enfrentarse a las imágenes que se proyectan en la pantalla durante más de un cuarto de hora. La propuesta de musicalización consiste en pequeñas piezas, muchas de ellas atribuidas a Claude Debussy, que se ajustan en mayor o menor medida a las características de la escena a la que acompañan, de forma que puede establecerse un hilo conductor sin renunciar a un carácter flexible del sonido.

La música plantea un crescendo narrativo: un tema amable, no exento de cierta dificultad técnica, acompaña las deliberaciones de los científicos en la secuencia de apertura, lo que va a poner de manifiesto tanto la naturaleza cómica de la representación como también la urgencia de iniciar la misión espacial que está a punto de tener lugar. Con el cambio de escena viene también un nuevo clima sonoro: es el famoso Golliwogg’s Cake-Walk, sexta de las piezas de Children’s Corner.

La pieza explota de nuevo la comicidad de todo el dispositivo, pero cuando comienza la ceremonia que celebra el despegue del cohete la música cambia. Se recupera aquel tema inicial, no hay tanta burla como un sentimiento casi marcial, continúa el carácter festivo pero en un tono mucho más formal. Y cuando los científicos están ya en el cohete y el despegue es inminente, unas notas graves repetidas con insistencia proponen la llegada de un clímax musical con el viaje hacia la luna, una celebración de la aventura espacial.

Pero lo que ocurre a continuación es sorprendente: cuando al fin la nave aterriza en la luna, va a sonar el primero de los Arabesque compuestos por Debussy, una música puramente ensoñadora, mágica, casi un nocturno que no tiene en absoluto nada que ver con un sentimiento de fascinación y mucho menos con el ánimo triunfal de la proeza que comporta el viaje.

De algún modo, tocar el Arabesque justo en este momento rompe la expectativa del trazado musical construido hasta entonces. En cierto sentido, la pieza provoca no tanto una fascinación por el paisaje lunar como una fascinación por la propia película: una música que revela la ingenuidad de la puesta en escena, lo que de entrañable tiene el dipositivo, el carácter genuino de la mentalidad de toda una época.

Una música, la de Debussy, que consigue generar un hermoso distanciamiento: ya no es música descriptiva, ya no son sonidos que se adapten al relato, sino una música que se superpone a él y lo comenta, trascendiendo aquel papel inicial de mero acompañante. La propuesta de una nueva banda sonora ha revelado finalmente que este diseño musical responde a una época muy posterior, a un momento distinto de la historia, en el que el presente mira desde la ternura a las criaturas que vieron la luz durante la época del cine mudo, un momento en el que, al igual que los griegos cuando creaban mitos con los que relatar lo que no sabían explicar de otra manera, lo inexplicable era terreno fértil para la fantasía. Una música que nos recuerda que las ficciones siempre nacerán allá donde habite el misterio.