Black Panther (Ryan Coogler, 2018)

Para proteger su reinado, el anterior rey de Wakanda, país africano ficticio del universo Marvel, tuvo que asesinar a un compañero con ideas tan revolucionarias como peligrosas. No podía permitir que pusiera en peligro la continuidad de la corona. El asesinato queda en secreto hasta que, décadas más tarde, el hijo de aquel hombre asesinado regresa para reclamar el trono de Wakanda a través del ritual tradicional de combate, desafiando al rey actual que por supuesto es descendiente del anterior. La solución del hijo es la misma que la que tomó el padre en su momento: hay que aniquilar al terrorista para que el orden establecido siga su curso.

Del mismo modo, una de las tribus que forman la población de Wakanda se opone a esta dinámica de aniquilación de aquel que piense diferente al monarca. El líder de la tribu cuestiona las políticas de la corona. La solución que se propone, por supuesto, es aniquilar a esta tribu y castigar a su líder, pero no es la única que sufre de un trato diplomático un tanto peculiar: otra de las tribus, asentada en unas montañas remotas, es tratada como un enemigo desde que a su líder se le ocurrió aspirar siquiera a un trono que ya tenía nombre. Cuando Wakanda se ve envuelta en un conflicto que desvela su vulnerabilidad, la corona solicita ayuda a esta tribu exiliada siempre y cuando al terminar con este servicio de auxilio vuelvan a las lejanas montañas de las que han venido.

Este es el trasfondo de una de esas películas cuya ideología conviene poner en cuestión antes de que su vocación lúdica arrolle a cualquier otra consideración. Porque el filme de Ryan Coogler es, por encima de todo, una celebración de las capacidades lúdicas del cine, un festival estético y pirotécnico que reclama el valor de un cine entendido y concebido desde el juego. El relato ha convertido al personaje de Pantera negra en una suerte de James Bond, un superhéroe que no cuenta con poderes sobrehumanos pero sí con gadgets de última tecnología, vehículos espectaculares y una inevitable secuencia en el casino.

Más allá de que el reflejo en la pantalla sea fiel o no al personaje del cómic, cosa que no debería preocuparnos demasiado si recordamos que quizá el cometido del cine esté más cerca de alcanzar nuevos territorios que de una fidelidad estéril al texto, la película viene a proponer una revisión necesaria del héroe en tiempos convulsos. Como rey que es, Pantera negra precisa de mayores habilidades políticas que superheroicas y eso lo convierte en una figura importante en la cultura pop de una sociedad no precisamente sobrada de líderes ejemplares.

El valor de la película estriba igualmente en la posibilidad de situar en un primer foco mediático una cultura negra que se aleje de los tópicos y construya sus propios héroes en pleno mainstream americano. La estrategia de Marvel, en este sentido, no está lejos de lo que también hace Disney con la franquicia de Star Wars al imponer en los relatos de sus nuevas entregas a protagonistas de diversas etnias. El deseo de abarcar un mercado global se superpone a las necesidades de la propia historia. Son ambiciones dignas de una película que atesora no pocas conquistas, pero también dos malas decisiones derivadas de las servidumbres del mercado están a punto de arrojar la película a la mayor de las imposturas: una banda sonora atiborrada de clichés y unos actores afroamericanos obligados a fingir un acento ridículo. En cualquier caso pueden entenderse como meros detalles. El peligro real de una película como esta es que su vocación de entretenimiento impulse a olvidar los valores éticos más básicos, que su argumento pisotea hasta comprometer las virtudes del filme. El gran pecado de Marvel aquí es pretender que su audiencia acepte que producir el mejor entretenimiento posible implica la ausencia de todo lo demás.