Quiero lo eterno (Miguel Ángel Blanca, 2017)

¿Se puede filmar el fin del mundo? Cuando ya no quede nada, ¿habrá aún algo que filmar? Quiero lo eterno se lanza al vacío en ese intento desesperado por registrar una época en la que parece que todo se desmorone sin que seamos capaces de hacer nada por evitarlo. Persiguiendo a un grupo de adolescentes del tiempo presente y observando lo que hacen durante sus encuentros, el filme va construyendo su propio retrato de lo apocalíptico a partir de unos jóvenes que se refugian en sus propias pantallas para escapar de una realidad que no entienden, que se esconden tras unos dispositivos que les ayudan a tomar cierta distancia ante un mundo que en el fondo les resulta ajeno.

El relato parte de un acercamiento puramente documental para terminar explorando esa línea difusa entre realidad y ficción y llevar con ello la película hasta el límite. En las primeras secuencias el realizador sólo registra lo que ve; a partir de entonces también propone. Sólo que la película nunca hace explícito ese salto, con lo que todo lo filmado parece pertenecer a una realidad que ha perdido todo su sentido: los jóvenes quedan a la deriva en un mundo abandonado, algo que en el fondo no deja de estar tristemente cerca de la situación genuina que viven sus intérpretes en la vida real.

Se trata de un acercamiento paralelo, en cierto sentido, al que hiciera David Robert Mitchell en It Follows (2014) cuando abandonaba a un grupo de adolescentes a su suerte en medio de un filme de terror sólo que, curiosamente, en la película de Mitchell aún había una ingenuidad que la película de Miguel Ángel Blanca ya no posee: este relato no teme adentrarse en los abismos más oscuros del ser humano y explorar ese aspecto tenebroso provocado por la falta de sentido.

Si el mundo de los adultos queda totalmente al margen de esta generación, hasta el punto de haber desaparecido de ambas películas, es en parte por esa parálisis que ha provocado la fascinación por las pantallas, la devoción absoluta por las redes que ha engullido el mundo real para sí, una cierta incapacidad de interactuar con lo auténtico. De modo que son películas-advertencia: la fascinación entendida como permanente estado de shock. Mientras el mundo parece haberse terminado y estos chicos juguetean con sus ruinas, se tatúan motivos absurdos o destrozan un libro de arte, aún siguen trabajando y actualizando constantemente a los personajes que han construido de sí mismos en las redes. Algo así como la fascinación en su peor sentido.

Que Miguel Ángel Blanca retrate a estos chicos es también un salto al vacío, otro fin del mundo, el de constatar que es imposible entender del todo a una generación a la que no se pertenece: retratar a otra generación es la más reveladora manera de contemplar cómo, de algún modo, el mundo que uno ha conocido ha cambiado ya tanto que apenas nos pertenece. Pertenece al futuro. Del mismo modo que esos niños cuando toman un libro de arte tirado en la basura y, al ojearlo, comienzan a arrancar aquellas hojas con obras que no les interesan, Quiero lo eterno hace algo parecido al plantear un futuro del que desea huir, un futuro que no concibe para los que vienen: un lugar en el que nada importe y en el que nada permanezca.