La vida de Pi (Ang Lee, 2012)

Hay pocos autores capaces de escribir poesía mientras filman. Ang Lee, ese director cuyo cine ha pasado siempre de puntillas entre el gran público por culpa de su mano invisible, de su actitud camaleónica, es en realidad uno de sus máximos exponentes. Ya sea retratando a un rebaño de ovejas en la cima de una colina en Brokeback Mountain (2005) o siguiendo el vuelo de una mujer que salta y huye de sí misma en Tigre y Dragón (2000), o como ocurre en los primeros compases de La vida de Pi, cuando un animal se desliza por entre las copas de los árboles y la cámara sigue su danza cadenciosa. Es en esos pequeños gestos donde uno encuentra la grandeza de su visión, el delicado intimismo que sobrevive aún cuando sus escenarios cada vez resultan ser más epopéyicos.

Pero esa manera de filmar se desvanece pronto. Un reptil recreado digitalmente aparece en primer plano acaparando la atención de un plano general y es entonces cuando La vida de Pi nos recuerda que se trata de un producto diseñado para el 3D y que la impronta visual de la película va a estar sometida a los efectos que mejor exploten los recursos de esa nueva tecnología, lo que da pie a Ang Lee para deplegar, una vez más, esos encadenados visuales que han hecho tan particular algunas de sus decisiones de montaje, no siempre acertadas. Es un filme, además, sustentado en el necesario protagonismo de los efectos visuales en tanto que muchos de sus protagonistas son animales que deben realizar acciones muy concretas. El despliegue técnico resulta abrumador, cautivadoramente hermoso, y al mismo tiempo es el culpable de que la puesta en escena se vea absorbida por omnipresencia de los efectos digitales.

La vida de Pi está concebida como sinfonía visual, en la que las preciosas imágenes de un Claudio Miranda en estado de gracia fluyen junto con la hermosa banda sonora de Mychael Danna. No es casualidad que ambos colaboradores ofrezcan la mejor versión de sí mismos cuando trabajan con Ang Lee, pues es conocida la capacidad del realizador para extraer siempre de su cuerpo técnico los mayores hallazgos que hagan posible un milagro en cada nueva película. De nuevo, una habilidad invisible. Por eso resulta molesta la presencia de un narrador en off que nos cuenta lo que ya estamos viendo. En el cine de Lee muchas palabras sobran, sus imágenes hablan. Es el precio que ha tenido que pagar en una industria que le ha concedido los presupuestos de sus sueños a cambio de una continua sobreexplicación que convierta su cine en una experiencia popular.

Por eso, la épica del relato viene de la manera de filmar, de la representación visual, y no de la novela original de Yann Martel cuyo espíritu es más el de una inocente fábula que el de la epopeya que intenta venderse aquí cuando todo parece más grande de lo que uno podría imaginar. Ese material literario casi empuja la película a la intrascendencia repleta de humor de un Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994) pero intenta salir pronto de ella. El realizador propone una soberbia planificación a partir de un complicado escenario. Complicado, irónicamente, por la simplicidad de sus elementos. El naufragio es el momento del relato que más metraje ocupa, y también el mejor filmado. No tanto por el virtuosismo con que están filmados algunos planos en movimiento, sino por una cuidada planificación que evita en todo momento una posible monotonía de lo visual.

Los efectos digitales en La vida de Pi proponen un éxtasis sensorial a base de puros excesos. Mientras el trazo de Ang Lee a la hora de filmar es tan sutil como carente de egolatrías, en un ejemplar ejercicio de vaciado, los efectos visuales terminan funcionando a partir de la sobresaturación. Cuanta más cantidad, más hermoso será, parece ser su filosofía. Por eso, una película que intenta expresar la belleza de la creación como uno de sus temas principales termina abrumando en lugar de resultar realmente comunicante. La presencia de una puesta en escena que se supedita a los recursos más efectistas para sacar partido al 3D es otra de sus incuestionables taras.

Conviene detenerse a examinar un detalle de las estructuras en las películas firmadas por este director, pues lo que parecía motivo de un montaje apresurado ha terminado por convertirse en costumbre. El filme se empeña continuamente, a lo largo de su excesivo metraje, en ser lo más explicito posible, lo más insistente y detallista posible. Cuando descubrimos que existe una doble lectura en la historia que hemos presenciado, el narrador de la película suelta verbalmente ese apunte en apenas unos minutos antes de terminar el relato. En otras palabras, la película quiere volverse compleja en unos segundos, con unas pocas líneas de diálogo, cuando no lo ha conseguido a través de dos largas horas de representación visual. Funciona a modo de moraleja, desde luego, pero también como forma de destruir el equilibrio narrativo de la cinta. El filme de Ang Lee se convierte entonces en película trampa, en historia de torpe desenlace, de desmesurada intención explicativa en el último minuto.

La vida de Pi se ve obligada a acabar de esta manera, una decisión que ha ahogado los finales de gran parte de la filmografía del autor, en gran parte porque necesita de esta estructura para convertirse en un ejercicio que trate de explicar algo muy delicado, al mismo tiempo que complicado de mostrar. La película termina siendo un hermoso testimonio del sentimiento de la fe, que intenta hacer partícipe a cualquier espectador que se acerque a ella. Y lo hace sin voluntad doctrinal, siempre respetuosa y nunca aleccionadora. Intentar hacer partícipe a todos de un singular punto de vista de la condición humana sin la más mínima intención de convencer a nadie.

Ahí radica el mayor triunfo de la película, cuyo material de partida podría haber dado lugar al proyecto más gratuitamente lacrimógeno de la historia. Aquí, sin embargo, las emociones son sinceras, pues se basan en el respeto al espectador y no en su manipulación emocional. Y prescinde de esa trampa no por ser incapaz de hacer uso de ella, pues la mano del realizador de Sentido y sensibilidad (1995) bien podría hacerlo mejor que nadie, sino porque sabe que las películas que trascienden no son las que empujan al llanto con cualquier pretexto, sino aquellas construidas en base a la sinceridad, a la honestidad. Nunca en base a concebir el cine como espectáculo de circo.  En el corazón de una película de tamaño abrumador y de dimensiones inabarcables, la fe se anuncia de la manera más sutil, más humilde posible. Otra victoria de lo invisible.