La vida de Adèle aparece en un momento importante. No por la Palma de Oro cosechada en Cannes, cuya trascendencia empuja a situarla entre lo más destacado del año antes de haber podido acercarse a ella, sino porque llega a las salas justo cuando Occidente se tambalea en torno a la controversia del matrimonio homosexual y miles de personas se manifiestan a favor de sus libertades. La película lo muestra, no es ajena a la realidad de su momento, pero se aleja pronto de aquel camino para descubrirse ante la condición universal de esta historia de amor entre dos mujeres.
Y es una historia universal porque, en lo profundo, La vida de Adèle se preocupa por registrar las huellas que deja en el ser humano la relación amorosa a través del tiempo, esa sensación intangible e imposible de representar que sólo aflora al poner en relación diferentes épocas de lo vivido. De ahí que el filme necesite dos capítulos, dos películas en sí mismas, para narrar ese enorme lapso temporal y sus transformaciones. Ahí radica el mayor de los triunfos de la película: hacer visibles las transformaciones del amor a lo largo del tiempo. Algo así como encontrar lo imposible de filmar.
Se trata de una historia de amor universal, en la que no importa tanto el género de los amantes como el proceso que les empuja a serlo. Pero también sobre la importancia de lo físico, un elogio de lo tangible sobre el deseo de beberse, de pertenecerse, sobre la necesidad de exteriorizar y compartir ese afecto. De ahí la pasión obsesiva por sublimar el acto sexual durante la película, y de integrar la presencia del cuerpo en lo cotidiano también como parte de nosotros, aunque esa misma pasión haga que cierto tipo de espectador olvide las virtudes de una representación arriesgada, apasionada y sugerente y termine confundiendo la falta de pudor con simple sordidez.
En ese sentido, no tiene mucha importancia si la representación de la relación sexual se ajusta a lo real o tiene más que ver con aquellas figuras perfectas reflejadas en las pinturas que las protagonistas admiran durante uno de sus paseos. La película nos pide aceptar desde su inicio ese sentimiento de lo universal y por tanto sus reglas deberían también aplicarse a lo concreto.
A los que conocen bien el cine de Abdellatif Kechiche no les sorprenderá la dilatación en apariencia caprichosa de casi la totalidad de sus escenas, porque a partir de ahí han nacido las principales virtudes de su trabajo. Los diálogos se acaban reiterando y revelando su imperfección, la escena parece no estar medida ni planificada, pero lo que ocurre suele ser fascinante: lejos de convertir su obra en algo vulgar y fallido, lo que alcanza el realizador es el ritmo de la propia vida, con sus errores y sus caminos en círculo, y alumbra al tiempo esa belleza de lo imperfecto. Huir de la perfección de los diálogos impostados, de la representación de lo real. Encontrar lo real a partir de la improvisación.
Y sin embargo, Kechiche se arriesga aquí a buscar herramientas mucho más profundas y más sutiles de lo que había dado su cine hasta ahora, como las imágenes de una película que se proyecta al fondo del plano y que terminan por relatar el torrente de sentimientos de la protagonista durante toda una escena. Nunca en primer plano, nunca haciendo alarde del hallazgo, pues es una película que vive en los detalles, en la torpeza de las palabras, en los silencios que anteceden a las conversaciones, en las miradas y en los dulces rasgos del rostro de Adèle Exarchopoulos. Rasgos que acaban hablando de vulnerabilidad y cercanía. Rasgos familiares, porque en esa cercanía radica lo más hermoso de La vida de Adèle. Mientras la vemos marchar en el último plano, sentimos que hemos llegado a conocerla.