Es indudable motivo de celebración el hecho de que una película serbia haya alcanzado finalmente los circuitos comerciales para su exhibición en el resto de Europa. La mujer con la nariz rota puede ser un excelente ejemplo de un cine que durante más de una década no ha existido para el resto del mundo.
La pequeña película se construye en base a una herramienta que ya configurase el cine independiente americano de los años noventa, y que ha servido para poner en pie los proyectos de muchas cinefilias nacionales de poco presupuesto pero con muchas cosas que contar.
No se trata de otro recurso que de las vidas cruzadas, historias paralelas que no dejan de cruzarse y entremezclarse para contar un solo relato. Todo comienza cuando una mujer se lanza al vacío desde un puente al salir abruptamente de un taxi. En ese puente confluyen todos los personajes, y ese taxista se hará protagonista y tomará el relevo de la historia haciéndose cargo del bebé que aquella misteriosa mujer ha dejado abandonado en su coche.
Las conexiones de los personajes durante la película están trazadas con irregular fortuna. Es una de las trampas que siempre están presentes en este género, la fragilidad con que un encuentro fortuito entre dos personajes puede resultar forzado para un espectador al que se le hace creer que en un mundo que, en ocasiones, resulta demasiado simplificado.
Es sencillo caer en la búsqueda del virtuosismo en la escritura, en la genialidad y la ocurrencia definitiva para juntar a este personaje con aquel de una manera absolutamente imprevisible. Pero lo cierto es que cuanto menos natural es el encuentro, peor resulta en la pantalla. Argumentos muy complejos que luego pretenden unir a sus personajes de una manera simplista.
Srdjan Koljevic se sirve de esa estructura fragmentada para relatar los restos de un país lleno de historia, y pone el ojo en las secuelas que aún quedan de la guerra, en las armas que aún permanecen en la guantera y en los miedos que aún viven dentro de las casas y fuera de ellas. En un mundo como aquel, aún derruido, la compasión del taxista, esa que genera todo el relato, es también la única chispa posible para encender el mundo de nuevo.