La mitad de Óscar (Manuel Martín Cuenca, 2010)

El tercer largo de Manuel Martín Cuenca quizás sea un importante punto de inflexión en su obra, aunque sea difícil determinarlo sin conocer el devenir futuro de una filmografía que debe seguir transitando entre lo más estimulante del panorama español del presente.

Si bien La flaqueza del bolchevique era una auténtica sinfonía visual, en la que música e imagen se fundían para formar la película más introspectiva del cine español de la última década, la mala experiencia con la música comercial utilizada en su segunda película, Malas temporadas, ha terminado por hacer renegar al autor de todo tipo de música en su cine.

La mitad de Óscar es, pues, una película de silencios, también de traumas y de ausencias, pero sobre todo de silencios, de hechos y palabras contra los que los personajes no conciben enfrentarse. Eso hace que el filme tenga siempre una tensión latente en sus imágenes, pero también que cojee con palpable evidencia cuando dicha filosofía narrativa se lleva al extremo.

Y como todo extremo, una película que no teme arrojarse al vacío desde su secuencia inicial es tanto una muestra del valor de su autor como la promesa de un resultado irregular, no sólo por la ausencia de música, sino por otras tantas decisiones de puesta en escena y relativas al propio argumento que acaban convirtiendo el filme en un inspirado ensayo artístico, sacrificando la historia que trata de contar.

Hay una mitad de Óscar que falta y a la que hace alusión su título. Un personaje que pierde a sus padres cuando es niño, y que deposita en su hermana todos los afectos que una persona pudiera llegar a tener: amor fraterno, amor en la amistad, y amor también de pareja, una línea traspasada que condena a los dos hermanos y a la propia película al más incómodo de los silencios.

La mitad que falta es la persona amada, esa parte que nos hace incompletos y cuya ausencia nos hace desaparecer también a nosotros.

Cuando aparece por fin Verónica Echegui en pantalla, ante la urgencia de la pérdida del último familiar vivo que les queda, su último nexo de unión con el pasado, la película se vuelve entonces más física, más terrenal, menos ensimismada, pero también más urgente, más ansiosa.

El vínculo con el pasado de Óscar supone para él un vínculo también con la única vida que ha conocido, una vida pasada que a nosotros, como espectadores, se nos niega desde el comienzo, y que sólo podemos aventurar tras los ojos tristes del protagonista.

Con el paseo por la playa como escena central (sin diálogo alguno), La mitad de Óscar despliega todo su potencial narrativo y todas las virtudes de su esencia poética, la constatación de la imposibilidad de hablar de un pasado que va a negarle a una persona la posibilidad de tener algún futuro en el que habite la coherencia.

Ante la urgencia de lo físico, ante la presencia fugaz de la hermana que vuelve a la ciudad durante unos días, el mundo se convertirá en una definitiva tragedia griega para Óscar en su camino para llegar hasta ella: un taxista que es a la vez Caronte y Cerbero de una historia que no teme introducir tal digresión en su relato para poder edificar así su inesperada y hermética filosofía narrativa.

La propuesta formal es, pues, la virtud y la perdición de un filme que, por arriesgado y desvinculado de toda referencia visual o artística, acaba vaciando todos sus minutos de metraje en intentar buscarse a sí misma sin resultado.

Quizás el único objetivo sea llegar vivos a esa escena final, superadas las puertas del infierno representadas bajo la apariencia de un hermoso hotel, en ese ocaso que sólo deja entrever las siluetas de los dos hermanos, diciéndose adiós por última vez.

Quizás, también, en ese plano de espaldas, en esta película donde filmar a los protagonistas de espaldas es también parte de la filosofía de ocultar el drama a ojos del espectador, se encuentre una inevitable manera de negarle su implicación en la película.

Pero para Martín Cuenca, el descubrimiento formal es la única manera de transitar por un camino nunca antes explorado.  ¿Terminará ese trayecto, esa búsqueda continua, en una senda que conduzca a un nuevo cine español?