Sucker Punch (Zack Snyder, 2011)

Si hubiese que elegir un punto de inflexión en la alucinada carrera como director de Zack Snyder, dicho honor caería indubitablemente en su peor película, Ga’Hoole, la leyenda de los guardianes.

Después de 300, en la que formó su espectacular impronta visual, y de Watchmen, su obra más sólida y la mejor hasta la fecha, encontró en la animación, como otros muchos autores de su generación, la manera de extraer nuevas imágenes a partir de las mismas ideas, o lo que es lo mismo, quedarse atrapado en un mundo imaginario que le permitiera seguir creando sin la necesidad de luchar por una madurez argumental que lo hubiese podido acercar más aún a su admirado Alan Moore.

Sucker Punch es, por tanto, y con diferencia, el mayor disparate argumental de su filmografía. Tras un prólogo con el maltrato infantil como elemento central y rodado a la manera de un portentoso videoclip, la realidad alternativa que imagina su protagonista para escapar de la situación injusta a la que se enfrenta permite a Snyder huir de toda lógica y de todo argumento posible.

Cada recreación de su mente en la pantalla será, por ley y gracia de su autor, una secuencia de acción dilatada en el tiempo capaz de superar el clímax de cualquier película del género de todos los tiempos. Mientras se sucede la trama real, en la que las chicas tratan de escapar del sanatorio mental en el que han sido recluidas,  el realizador encuentra lagunas de una profundidad absorbente para construir en ellas todos los clímax posibles, todas las secuencias de acción definitivas que jamás hayan podido existir.

La capacidad visual de Snyder parece haber fagocitado todo el cine alguna vez filmado, hasta el punto de encontrar en el autor más referencias a través de las imágenes de su película que en los filmes de todos los autores de su generación juntos.

El mejor plano de En tierra hostil está contenido aquí. ¿La mejor secuencia de Kill Bill? También está en la película. O los mejores planos de Apocalypse Now, todo el cine de Sam Raimi, cualquier plano concebido por Bryan Singer, toda idea formal de George Romero, la secuencia más poderosa de El señor de los anillos, la imagen más llamativa de Matrix, el plano que Steven Spielberg siempre soñó para sí mismo, cualquier pirueta que Scorsese se haya atrevido a imaginar, cualquier idea formal concebida en el cine de David Fincher.

Todo convive, de manera superpuesta y al unísono, en una película cuya mayor virtud es precisamente contemplar cómo todos sus referentes cinéfilos se transforman en un monumento implacable, en una criatura monstruosa y descontrolada capaz de absorber toda idea visual presente en el cine y tomarla para sí mismo.

Cuando un director consigue, a sus cuarenta y cinco años, tal dominio narrativo y tal potencia visual capaz de evocar toda imagen jamás rodada, ¿cómo es posible no crear una historia a partir de la propia imagen filmada? Es decir, ¿cómo es posible construir un argumento, o concebir una historia, si en cada fotograma de la película aparece una nueva historia, más poderosa y absorbente que la anterior?

El cine de Snyder pasa, pues, por los argumentos más ridículos e insostenibles concebidos por un niño grande, en un cine que se construye únicamente a través de lo visual. En él quizás puedan encontrarse las imágenes más espectaculares jamás filmadas, y dicha afirmación no sería en absoluto atrevida.

El problema es constatar, en el mismo momento en el que uno está viviendo la experiencia, que ninguna de las secuencias de acción tienen sentido, y por tanto, tampoco tendrán nunca la capacidad de conmover. Que al ser conscientes de que no existe ninguna historia detrás, sino el simple placer de lo visual, ninguna de esas imágenes termine por importarnos. Que ese monumento a todo el cine imaginable se haya vuelto tan poderoso que le resulte incapaz de comunicarse.