Destino oculto (George Nolfi, 2011)

El grupo de guionistas de la trilogía de Bourne ha terminado por conformar una cantera de nuevos directores que pueden considerarse lo más prometedor de los últimos tiempos para el cine americano de grandes presupuestos. Un cine en el que el guión sea lo más importante y la figura del director se note más en el texto que en la propia puesta en escena. Un nuevo cine de escritores, si se quiere.

Tony Gilroy, el otro gran guionista presente en las películas de Bourne, ya ha consolidado su carrera como cineasta con la exitosa Michael Clayton y la infravalorada pero estupenda Duplicity. Su pluma es portentosa, y si bien sus cualidades como director son aún una vaga promesa, la manera de poner en imágenes lo escrito ya resulta asombrosa.

Lo mismo ocurre con el autor de Destino Oculto, George Nolfi, cuyo guión será siempre más poderoso que su manera de hacer cine, pero que ha construido en su ópera prima una de esas películas de segunda fila que, por la fuerza imparable de lo narrado, se eleva un peldaño por encima de los filmes de su condición.

Como si se tratase de un juego de niños, y apoyado en las premisas imposibles de Philip K. Dick, Nolfi combina en una sola trama la ciencia-ficción, los viajes en el espacio, la estética de los filmes de Hitchcock (parodiada de forma entrañable a través de esos agentes con sombrero), une el drama y el romance, y juega con ellos como si temiera no gustar a todo el mundo por faltar un solo ingrediente.

Lo curioso es que la apuesta le salga bien. Y lo hace porque, a pesar de lo absurdo de su argumento, de la resolución endeble o de sus lugares comunes, Nolfi cree profundamente en lo narrado, y esa fe ciega en lo que cuenta acaba impregnada en las imágenes, en su absorbente sensibilidad y en una ingenuidad que acaba siendo una gran virtud, porque sus pretensiones quedan reducidas a lo concreto.

Posiblemente Destino Oculto sea el romance más perfecto de estos tiempos, una película con tintes de thriller que juega a parodiar constantemente el cine clásico, pero cuya historia de amor acaba superpuesta a todo su entramado temporal y narrativo. Es la historia de amor definitiva: el amor que lucha contra el propio destino, que no se detiene ante nada, con una narración liberada de todo adorno, de detalles innecesarios. El amor que permanece en el tiempo, contra viento y marea, a pesar de todo.

Si la película favorece a alguien es a su personaje femenino central. Emily Blunt se transforma en princesa de cuento en cada una de sus fugaces pero conmovedoras apariciones. Su exquisita presencia también ayuda a dotar de credibilidad al romance, aún cuando la trama imposible de los guardianes del destino trate de superponerse a sus intervenciones.

Matt Damon en cambio, salva su incapacidad de registros actorales con esa capacidad permeable que siempre ha tenido: la de pasar de un personaje a otro con absoluta credibilidad a pesar de no introducir nada diferente en su creación.

La presencia de John Toll como fotógrafo en una película exenta de paisajes, filmada en los interiores de una gran ciudad, supone un regalo para aquellos que admiran el trabajo del operador, que también demuestra la pulcritud y la brillantez de sus imágenes en entornos cerrados y hostiles. El contraste interior-exterior de Destino Oculto queda potenciado con absoluta belleza gracias un iluminador portentoso.

La ópera prima de George Nolfi está excelentemente escrita, bien interpretada y bajo los lujos estéticos de un filme de gran presupuesto. Sin embargo es demasiado ingenua, su premisa no está bien definida y su desenlace es del todo previsible y poco imaginativo. Lo que la convierte en una película superior al resto es que este nuevo cine, hecho por escritores, tiene una virtud poco común en nuestros días: la absoluta e inquebrantable convicción en lo que se cuenta.