La obsesión por la irrupción del mal en el entorno cotidiano ha llevado a François Ozon a construir toda una filmografía que se relaciona con la historia y con los géneros cinematográficos de una manera desde luego perversa, pero también comprometida. Podría escribirse su aventura como director a partir de una búsqueda de la belleza allí donde reina el caos.
No es extraño, por tanto, que esta vez la semilla de lo incorrecto y una cierta idea de la inmoralidad se proyecten fuera del hogar, en la vida íntima de una adolescente que su familia desconoce. En cierta manera se trata de retorcer una cierta historia del cine francés, como si partiera de un cuento moral de Eric Rohmer para luego darle la vuelta, pero también subyacen las constantes de Ozon: quizás se trate del más descarnado retrato de una sociedad corrompida y hostil hecha por el realizador francés, en tanto que en ella la única manera de conocerse a uno mismo es a partir del encuentro con lo prohibido y de experimentar que en la gran urbe el pecado original ya no tiene sentido.
En ese cruce entre la búsqueda de una identidad propia en proceso de formarse y el descubrimiento del placer y el poder surge la historia de Isabelle, la adolescente que cree encontrar en la prostitución de lujo una manera de colarse entre las grietas de la vida adulta. El despertar sexual se convierte en símbolo de poder, pero Ozon deja claro que no hay autodescubrimiento ni proceso de madurez en aquella forma de vivirlo. Los espejos no devuelven imágenes llenas de integridad, sino sombras que se ocultan con cobardía. Las puertas siempre se cierran.
Philippe Rombi convierte este relato, con su música, en una fábula contada desde la distancia en la que sumergirse resulta inevitable, una actitud propia de la última época de Ozon. El realizador, por su parte, busca soluciones de puesta en escena con las que representar el mundo de la protagonista cuando se siente una mujer poderosa o cuando se siente una niña indefensa.
Tal vez sea la ausencia de una cierta autoconsciencia lo que ayude a desprender una mayor sinceridad que En la casa, su trabajo anterior, volviendo a una actitud más cercana a Mi refugio (2009), una película a la que será necesario regresar para entender al nuevo Ozon y reflexionar sobre sus nuevas conquistas. Dicho de otro modo, mientras que los recursos de En la casa funcionaban adormeciendo, distrayendo, acumulándose entre sí, Joven y bonita se sitúa entre lo más franco del autor en tanto que sus recursos hipnotizan por su desnudez y por un exquisito sentido de la contención, sin presumir nunca del material con el que juega.
Como ocurría en Cinco veces dos (2004), una de sus propuestas más sugerentes, el relato se disuelve a sí mismo en una suerte de círculo que parece dejar las cosas tal y como al comienzo, pero los personajes ya nunca volverán a ser los mismos tras lo experimentado. Al igual que su hermosa protagonista, el descubrimiento de Marine Vacth como actriz principal, la perversa mirada de François Ozon sobre el mundo sigue construyéndose, mutando película a película, buscándose a sí misma.